Después de comer la calle está tranquila. Se ven algunas mujeres en los balcones de un edificio, acodadas en las barandillas, como si estuvieran gastando el rato. El cielo está cuajado de nubes, pero la temperatura es agradable. De vez en cuando circula un vehículo por la calle.
Una ambulancia dobla la esquina y se detiene junto a un portal. Las mujeres que están en los balcones comienzan a aplaudir. Se abren ventanas y balcones en otros edificios. Se lanzan preguntas de uno al otro lado de la calle.
Es nuestra vecina, le acaban de dar el alta, explica alguna de las que aplauden.
Los vecinos de otros inmuebles se suman al homenaje a esta señora que regresa por fin a casa. El conductor de la ambulancia, que la acompaña hasta el portal, levanta la cabeza para informar de que la mujer se ha emocionado, que se ha puesto a llorar.
Esta es una escena que recordaremos, que deberíamos recordar cuando esta pesadilla de dolor y pérdidas se termine y volvamos a hacer (a intentar hacer) nuestra vida ordinaria. Que no se nos olvide, cuando volvamos a engancharnos a nuestras rutinas, cuando caigamos de nuevo en los agobios del trabajo y las prisas, en lo que para bien o para mal llamamos ahora normalidad, que no se nos olvide que hay gente que vive cerca, en el piso o en el portal de al lado, hombres y mujeres con quienes hemos compartido una experiencia de emociones, apoyo y solidaridad que nos han ayudado a soportar el encierro.
Los aplausos a la vecina que regresa a casa, recién dada el alta, contrastan con la noticia de esos vecinos indignos que cuelgan carteles en las zonas comunes de sus edificios pidiendo a los sanitarios y a las trabajadoras de supermercados que se vayan a vivir a otro sitio para no poner en riesgo la salud de los inquilinos. ¡Qué despreciables y abyectos seres!
¿No sería mejor que se mudaran ellos? A ser posible a lo alto de un pico de una montaña remota. No para que se libren de la enfermedad, sino para que no le contagien la mezquindad a sus vecinos.
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