domingo, 29 de noviembre de 2009

Barcelona sin Onofre

A este parque se llamó y aún se sigue llamando "el parque de la Ciudadela". En 1887, cuando Onofre Bouvila puso los pies en él, se estaba levantando allí lo que había de ser el recinto de la Exposición Universal. Eso ocurrió a principios o a mediados de mayo de ese año. Para entonces las obras estaban muy avanzadas. El contingente de obreros empleado en ella había alcanzado su máxima dotación, es decir, cuatro mil quinientos hombres. Este número era exorbitante, no tenía precedente en la época. A él hay que agregar otro número indeterminado pero igualmente grande de mulas y borricos. También funcionaban allí entonces grúas, máquinas de vapor, ingenios y carromatos. El polvo lo cubría todo, el ruido era ensordecedor y la confusión, absoluta.

Después de ciento veintidós años, el parque de la Ciudadela es un recinto pacífico por donde transitan algunos paseantes, respirando el aire fresco de la tarde del otoño. El nombre lo debe a una fortaleza que mandó construir Felipe V en 1714, después de vencer a los catalanes, que no le aceptaban como sucesor del último Austria, Carlos II, que murió sin descendencia. La ciudadela fue derribada en 1868, cuando se destronó a la reina Isabel, y fueron cedidos sus terrenos al municipio.

De la Exposición Universal de 1888 quedan algunos pabellones, una gran cascada, en cuyo diseño participó Gaudí, y un pintoresco Arco de Triunfo, que fue la entrada al recinto. Dentro del parque se encuentra el Parlament de Catalunya, que ocupa un antiguo arsenal desde la época de la Republica.

De Onofre Bouvila no queda rastro en la Ciudadela, a donde él iba a repartir pasquines anarquistas y a vender crecepelo, ni en las avenidas de esta ciudad moderna y vistosa. Cuando él llegó a Barcelona, el Ensanche estaba levantándose sobre campos en los que hasta hacía pocos lustros pastaba el ganado y crecía silvestre la vegetación. En las calles estrechas de la población ya no cabían sus pobladores, muchos de ellos recién llegados en busca de trabajo y de un futuro sin las miserias de los pueblos del interior.

La ciudad crecía y prosperaba sin quitar los ojos del mar, sin dejar de oler la humedad de aquel Mediterráneo que le daba vida. Así lo cuenta Eduardo Mendoza en "La ciudad de los prodigios", (Seix Barral, 1986).

Aunque a finales del siglo XIX ya era un lugar común decir que Barcelona vivía "de espaldas al mar", la realidad cotidiana no corroboraba esta afirmación. Barcelona había sido siempre y era entonces aún una ciudad portuaria: había vivido del mar y para el mar; se alimentaba del mar y entregaba al mar el fruto de sus esfuerzos; las calles de Barcelona llevaban los pasos del caminante al mar y por el mar se comunicaba con el resto del mundo; del mar provenían el aire y el clima, el aroma no siempre placentero y la humedad y la sal que corroían los muros; el ruido del mar arrullaba las siestas de los barceloneses, las sirenas de los barcos marcaban el paso del tiempo y el graznido de las gaviotas, triste y avinagrado, advertía que la dulzura de la solisombra que proyectaban los árboles en las avenidas era sólo una ilusión; el mar poblaba los callejones de personajes torcidos de idioma extranjero, andar incierto y pasado oscuro, propensos a tirar de navaja, pistola y cachiporra; el mar encubría a los que hurtaban el cuerpo a la justicia, a los que huían por mar dejando a sus espaldas gritos desgarradores en la noche y crímenes impunes; el color de las casas y las plazas de Barcelona era el color blanco y cegador del mar en los días claros o el color gris y opaco de los días de borrasca. Todo esto por fuerza había de atraer a Onofre Bouvila, que era hombre de tierra adentro.

Conocer el pasado de una ciudad a través de la literatura te ayuda a apreciar lo que ves cuando estás en ella: los edificios, los monumentos, las vías, los mercados. En los contrastes y las diferencias se pueden encontrar pistas certeras sobre su evolución y sobre la esencia de sus gentes. En el pasado de una ciudad están la mayoría de las claves de su situación actual.

Por eso, en cuanto regresé de Barcelona busqué el libro y volví a leerlo, con la ventaja de tener recientes en la memoria los nombres de los lugares por los que se mueve el personaje de Eduardo Mendoza. Bouvila corretea por una urbe en expansión, especula con los solares en los que se proyectan los nuevos barrios, se involucra en tramas mafiosas y en conspiraciones políticas, se enriquece, se labra una fama que combina el temor con el respeto y consigue sobrevivir, viejo y audaz, hasta la siguiente Exposición Universal de Barcelona, celebrada en 1929 en Montjuitch.

Un buen libro este de Mendoza para indagar en la historia de esta magnífica ciudad.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Tranvías de Praga

En Praga suenan los carrillones, las voces templadas de los guías y los chascarrillos de los turistas, las ruedas de los tranvías que corren por las calles con un estrépito metálico que llega a hacerse imprescindible para el viajero que pretende conocer todos los rincones interesantes de esta ciudad con fama de hermosa y acogedora.


Hay tranvías de colores llamativos, tranvías disfrazados de anuncios rodantes, tranvías avejentados, tranvías supersónicos. Trepan por el adoquinado de las calles altas y descienden a velocidad vertiginosa, hacia la ribera del río Moldava, algunos de cuyos puentes cruzan con arrogancia, transportando nativos y forasteros que buscan jardines por los que pasear y montañas a las que trepar para contemplar desde arriba los tejados y las torres afiladas de la ciudad.



La experiencia de montar en el tranvía es tan intensa como el sabor de la cerveza que sirven en los bares de Praga, en vasos altos y fríos, a un precio que te anima a pedir otra, a riesgo de ir dando trompicones hasta tu próximo destino.



El uso de las máquinas digitales conlleva un gran riesgo: nos traemos de vuelta a casa un montonazo de fotografías pues, sabiendo que no necesitaremos ir a la tienda para pasarlas al papel, retratamos todo lo que se nos antoja singular, aunque su interés no sea excesivo. Ya tiraremos lo que no vale o no nos gusta. Lo difícil luego es poner fecha y localización a cada imagen, tarea que todavía no he cumplido con las de Praga.


Y una última cosa: ¿qué recomendaríais de Barcelona los que la conocéis bien? Yo la conozco poco, quiero verlo todo, casi todo. Y apreciaré consejos, trucos y opiniones. Gracias por anticipado

lunes, 12 de octubre de 2009

Afganistán sin cometas

Afganistan, en un periodo anterior a los desastres y conflictos provocados por rusos y talibanes. Amir, hijo de un padre notable en su comunidad, se cría en un hogar sin mujeres. El hijo de su criado, Hassan, es su compañero de juegos, su amigo devoto, el mejor volador de cometas de la región. Pero Amir le trata con desdén, le hace pagar la frustración que le produce el poco amor que su padre le demuestra, quizás porque al nacer el niño murió su esposa.

La vida tranquila de los niños se tuerce a causa de un episodio dramático. Hassan es la víctima, pero Amir, testigo mudo del suceso, se ensaña con su amigo y consigue alejarlo de su casa. En 1973 se instala el país un gobierno comunista apoyado por los invasores rusos. Estalla en Afganistán la guerra. Muchas familias huyen al extranjero, mientras los talibanes conquistan el país y lo someten a una dictadura religiosa. El castigo, la muerte, el dolor se ceba en los hombres y, sobre todo, en las mujeres que permanecen en el país.

En Estados Unidos, gracias al trabajo de su padre en una gasolinera, Amir estudia, inicia una carrera como escritor y se casa con una mujer de su nacionalidad, que está marcada por un devaneo amoroso anterior. Amir la ama sin considerar que ella tiene alguna culpa porque la suya respecto a Hassan, al que no olvida, es mayor que cualquiera.

Un buen día un viejo amigo le reclama desde Afganistán. Hassan ha muerto y su hijo está en un orfanato...

No es una historia de amistades infantiles, no es una historia dulce. La imagen de la portada y la faja en la que se indica los miles de ejemplares que se han venido de la novela podrían confundir al lector, hacerle pensar en una novelita fácil de niños que se alejan y se reencuentran, superan sus traumas, reanudan sus relaciones infantiles... Pero no es así.

"Cometas en el cielo", de Khaled Hosseini, es una historia dura, porque se desarrolla en un país que sufre, un país hostigado por injusticias sociales, discriminaciones de castas, invasiones, guerras, intransigencias políticas, persecuciones religiosas... Y esas lacras están presentes en la novela, condicionando a las gentes sencillas que tratan de sobrevivir a pesar de la pobreza, la ignorancia y la dependencia de los caprichos de los poderosos.

Las escenas más terribles corresponden a la época de los talibanes. Amir regresa a un Afganistán dominado por los guerreros islamistas que lapidan a mujeres en sesiones circenses, de asistencia masiva, que siembran el terror entre quienes no pertenecen a sus clanes, que destruyen pueblos de gentes a las que consideran inferiores. Y, aunque trata de pasar desapercibido, se tropieza con un enemigo que le espera desde la infancia para machacarle.

Cuando leía la novela, cuando tuve que contemplar la perversidad del guerrero talibán abusando de una criatura, creí que estaba leyendo una escena ficticia, totalmente ficticia. Pero hace unas semanas encontré este párrafo en un reportaje sobre los talibanes, que publicaba la revista dominical de El País. Un reportero había estado en el país, buscando talibanes para saber de ellos.

Lo que nos hemos encontrado es una sociedad de guerreros. Un mundo que ha hecho de la interpretación más extrema del Islam una forma de sobrevivir a la eterna tragedia afgana. Un mundo tribal que se agarra a su código de honor con tanta o más fuerza que al Islam. Un mundo donde sólo se respeta al que lucha. Y las mujeres no luchan. Dice un dicho pastún: "Todas las mujeres son despreciables, incluidas tu madre y tu hermana". Un mundo de hombres, donde hasta los amores son entre hombres. Un mundo que engendra prácticas que uno no espera encontrarse entre los talibanes. Hemos visto a los fieros comandantes de la insurgencia disfrutando de los bailes eróticos de niños que danzaban por unas monedas.

Hay una película basada en la novela, que no he visto pero que, si se ajusta al texto original, debe ser impresionante y tristísima. He encontrado estas secuencias en you tube




Afortunadamente, en la última página del libro de Khaled Hosseini, una cometa surca el cielo azul. No es Afganistán la tierra de la que se ha levantado, pero las manos de quienes tiran de los hilos proceden de aquel país. ¿Podrán regresar algún día estos exiliados a la tierra de sus antepasados? ¿Dejarán de padecer los que no pudieron escapar al régimen del terror? ¿Dejarán de morir de hambre las mujeres viudas y los niños sin padres? ¿Volverán algún día a lanzar a la atmósfera sus cometas los niños de Afganistán?

¿Que pasaría, me pregunto al hilo del reportaje que menciono arriba, si los soldados extranjeros se marcharan de Afganistán y se quedaran a solas los habitantes con los talibanes?


Agradezco vuestros mensajes afectuosos durante este tiempo que estoy medio ausente. No son causas malignas: vacaciones en septiembre, jaleos domésticos que exigen tiempos largos a pesar de su poca envergadura, unidos a ciertas ganas de adelantar lecturas y otras tareas pendientes, me tienen un tanto distanciada del ordenador. Paso de cuando en cuando por los blogs amigos, pero sigo ocupada en asuntos de este otro lado de la pantalla que hacen los días muy cortos. Aunque entre poco, sigo aquí y sigo con vosotros.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Anatomía de un instante

Llegó un tiempo en que lo dejaron solo. Los que antes le halagaban y le cortejaban, los que presumían de ser devotos suyos, los que buscaban el poder y la influencia a su lado, le dejaron solo cuando advirtieron que era un gobernante en declive, sin futuro, sin ningún as en la manga. Adolfo Suárez se quedó sin aliados en 1981, cuatro años después de las primeras elecciones democráticas de España desde 1936, en las que se había confirmado su liderazgo y el poder del partido que él encabezaba, la Unión de Centro Democrático, UCD.

La caída de Adolfo Suárez fue, en cierto modo, el resultado de un contubernio en el que se implicaron partidos políticos, (el suyo y los de la oposición), poderes eclesiásticos, monarquía, sindicatos, militares… La conjunción de tantos conspiradores y adversarios tuvo una consecuencia fatal: abonar el terreno para que los sectores ultraconservadores del Ejército fraguaran un golpe de estado que pudo haberle costado muy caro al país pues, de haber triunfado, nos habrían arrebatado la democracia y, tal vez, nos habrían condenado a una nueva dictadura. De esto nos habla Javier Cercas en su libro Anatomía de un instante”.(Mondadori, 2009)

El título nos introduce en el trabajo que realizado el autor: Contemplando las imágenes del asalto al Congreso por una cuadrilla de guardias, que amenazaban con las armas a los diputados, unas imágenes que se han repetido cientos de veces en las pantallas de la televisión y en las páginas de las revistas y los periódicos, Cercas se detiene a diseccionar a los personajes que participan en la escena, indagando en sus motivaciones, sus engaños, sus aspiraciones, sus encuentros, saca a la luz sus historiales, remontándose a los años juveniles que, en algunos casos, coinciden con los de la guerra civil.

"Ya no existen grandes enigmas sobre el 23-F. Lo digo después de haberlo leído todo y hablado con muchos de los protagonistas. Lo que quedan son zonas de sombra. No hay historiadores académicos que se hayan ocupado del golpe. La razón es que no existen documentos. Pero yo me he dedicado a mirar, a escuchar y a leer con atención. A fijarme en esas cosas que todo el mundo hemos visto pero que no hemos acertado todavía a interpretar" decía Javier Cercas cuando se publicó su libro, en abril de 2009.

¿Qué hizo el rey durante aquella tarde de febrero, después de enterarse de que unos uniformados habían tomado a los diputados como rehenes? ¿Rechazó el golpe por convicción propia o por intereses que nadie rebelaría entonces? ¿Hubo alguien que le aconsejara y que interviniera en su decisión? ¿Qué pensaría Suárez mientras se quedaba sentado en su escaño cuando todos los diputados se metían debajo del suyo? ¿No tendría miedo Carrillo, que hizo otro tanto? ¿Qué sabía Guitérrez Mellado de los golpistas y por qué intentaron tirarlo al suelo sus subordinados? ¿Cómo se lo montó Armada para que no se sospechase de él en los momentos del asalto?

El libro nos ayuda a dar respuesta a las dudas que nos han quedado en la cabeza, dudas que no se han diluido a pesar de los cientos de libros, artículos, películas, chistes, que hemos leído, oído, visto a lo largo de los veintiocho años que han transcurrido desde que Tejero y los suyos entraran en el palacio de la Carrera de San Jerónimo. Javier Cercas, que escribe con una claridad y una contundencia admirables, aporta múltiples datos sobre los acontecimientos y una extensa bibliografía para apoyar las opiniones que él emite sobre los personajes, su comportamiento, sus pretensiones.

A pesar de que él saca conclusiones de sus pesquisas y utiliza adjetivos para calificar a los personajes, no se le advierte al autor tendenciosidad ni afán de manipulación de mentes ajenas, sino que su texto parece una invitación continuada al lector, le incita a meditar y sacar también sus propias conclusiones. Cercas no oculta su predilección por la democracia, pero sus afirmaciones vienen avaladas por las entrevistas a quienes vivieron los hechos o los padecieron, por las consultas de libros de ideología dispar, por la observación de documentos audiovisuales….

La figura más descollante del libro es, por supuesto, Adolfo Suárez, el artífice de la transición, un periodo que se ha mitificado tanto como la figura que lo impulsó. Criado en las estructuras de poder franquistas, ministro del Movimiento (un amago de partido político consentido por el dictador para aglutinar a sus partidarios), amigo de cualquiera que tuviera un papel relevante en la vida política española, Suárez fue capaz de destruir los engranajes de la dictadura y edificar sobre sus escombros, un sistema democrático parlamentario, encabezado por el rey que le había encomendado la misión.

Lo malo es que cuando ya había cumplido su tarea, cuando Juan Carlos reinaba ya en una España con una constitución democrática, aprobada por los ciudadanos, y había celebrado unas elecciones generales, cuando parecía imposible desandar el camino que nos había sacado de la larguísima postguerra, los poderes fácticos se volvieron contra Suárez y allanaron el camino a los militares conservadores que, añorando los años en que ellos dictaban la ley y las normas, querían controlar la democracia o erradicarla.

Considero este libro imprescindible para todo el que desee conocer a fondo la historia más reciente de España. Y doy fe que se lee con la misma facilidad con que se lee una novela. Una buena novela

Fotos: portadas del diario El País del 24 y el 25 de febrero de 1981. La imagen de Suárez es de Marisa Flórez y se publicó en el mismo diario en 1986

Si no cuento mal, esta es mi entrada número 200. Si cuento mal, es la 201 o la 202.
Prefiero que sea la 200 para asociar el número redondo a un libro que me ha resultado tan interesante.

viernes, 21 de agosto de 2009

Detectives de novela

El cine americano les dio facciones y modales a los detectives y policías de las novelas negras que se leían en las primeras décadas del siglo XX. En la memoria colectiva de lectores y espectadores, el rostro de Humphrey Bogart está asociado a la figura de Sam Spade, el detective privado que protagoniza "El halcón maltés”. uno de los clásicos del género. Dasshiel Hammett escribió la novela, que se publicó en 1930. Y John Huston dirigió la película basada en su trama, en 1941.

Sancho Bordaberri, sin embargo, no tiene esa referencia física cuando en 1944 decide investigar la tragedia que ocurrió en Guetxo diez años antes: Leonardo Altube fue encadenado a una roca junto a su hermano gemelo, Eusebio, y murió ahogado cuando subió la marea. La intervención de algunos vecinos salvó a su hermano del mismo final. Sancho, que regenta la librería del pueblo, es el protagonista de la novela “Sólo un muerto más”, (Tusquets, 2009), firmada por el escritor Ramiro Pinilla (Bilbao, 1923).

Apasionado del género negro, Sancho ha leído todas las novelas que se acumulan en una sección especial de su librería y ha intentado seguir los pasos de los autores que las escribieron. Su carrera literaria, empero, ha fracasado antes de iniciarse: las editoriales han rechazado, una tras otra, las dieciséis novelas que el hombre les ha enviado con el afán de verlas publicadas. Sancho no se rinde. Si no puede emular a los autores de las novelas policíacas, se convertirá en uno de los personajes que pululan por sus páginas. Así surge Samuel Esparta, la versión local de Sam Spade.

Como tres siglos antes un hidalgo de la Mancha, Sancho actúa según las pautas de comportamiento aprendidas de sus héroes literarios. El detective de Guetxo se mete en la piel de esos individuos osados y tenaces, intuitivos y arriesgados que crearon los clásicos del género. Y bajo su atenta mirada va descubriendo el misterio que durante diez años ha quitado el sueño a sus paisanos.

Sancho es un personaje simpático para el lector. Su lealtad a esos tipos hieráticos y aparentemente duros, en los que se inspira cuando duda o se atemoriza, provocan una mezcla de ternura y de admiración, en la que también caben la complicidad y el buen humor.

Me pregunto, sin embargo, cómo habría actuado Sancho si sus ídolos no hubieran sido los personajes de Dashiell Hammet, de Raymond Chandler o de Erle Stanley Gardner, sino los que nacieron en las últimas décadas del siglo XX, los que ahora llenan las estanterías de los aficionados a la novela negra. Me refiero a Adam Dalgliesh, el policía inglés de P. D. James, que cultiva la poesía y se deja guiar por su sensibilidad artística; a Kurt Wallander, el detective sueco de Henning Mankell, un tipo solitario y nostálgico, que mira siempre al cielo para evaluar el clima de la jornada. Me refiero también a Kostas Jaritos, creación del griego Petros Makaris; a Guido Brunetti, el policía que corretea por Venecia con Donna Leon; a Petra Delicado, la inspectora de Barcelona inventada por Alicia Jiménez Barlett; a Harry Bosch, el hombre de Michael Connelly en Los Ángeles; incluso a Charlie Parker, a quien John Connolly le dado un nombre que suena a música de jazz.

A los detectives de papel actuales no les encajan las facciones de Bogart. Yo me los figuro menos rígidos y más vitalistas que los que inspiran las aventuras de Sancho, porque en su talante y en su comportamiento influyen notablemente el miedo y los amores, las responsabilidades familiares, las enfermedades, las manías, las aficiones, la tecnología moderna. Son seres que vacilan, que tropiezan, se equivocan, se obsesionan, se enfadan…

Todo es cuestión de gustos, claro está. Y la proliferación de investigadores en la literatura propicia que cada lector se implique en las aventuras de aquel con el que mejor se identifique. O el que más le conmueva. Si bien hay que tener cuidado para no meterse por ellos en jaleos, como le ocurre al librero de Guetxo.

En las fotos, Bogart con la estatuilla del Halcón Maltés y, abajo, Kenneth Branagh, en el papel de inspector Wallander, en una serie realizada por la BBC.

jueves, 2 de julio de 2009

Maruja Mallo

Sabemos pocas cosas de las pintoras españolas de principios del siglo XX. En las salas de los museos no hay muchos cuadros con firma femenina. Y en las antologías y estudios culturales de aquel periodo son escasas las referencias a su labor artística. Fueron contemporáneas de Picasso, de Juan Gris, de Gutiérrez Solana, de Sorolla... y acaso con ellos compartieron en alguna ocasión los muros de una exposición colectiva, las aulas de una institución o un ciclo de conferencias sobre las influencias artísticas que llegaban desde otros países europeos.

Una de las pintoras de la que sabemos algo más y de la que sí hemos visto algún cuadro es Maruja Mallo. En el Reina Sofía hay, por lo menos, tres obras suyas. Entre ellas, una colorista “Verbena”, de la que os pongo una pequeña reproducción bajo estas líneas.


Nacida en Viveiro, en 1902, Maruja era una joven intrépida, rebelde y ocurrente, que a los 20 años se trasladó a Madrid para estudiar Bellas Artes. Aquí se relacionó con las vanguardias artísticas, en ebullición entonces, y empezó a darse a conocer como pintora singular. En 1927, con veinticinco años, gestó “La mujer de la cabra”, a la que seguirían las Verbenas y la serie de Cloacas y Campanarios.

La guerra truncó su trayectoria. Maruja salió de España en 1937, asustada por las barbaridades que había visto en Galicia, donde la pilló el golpe de los militares. Y no regresó hasta 1963.

Durante casi tres décadas de exilio, nunca dejó de pintar. Nunca dejó de experimentar ni de ser aclamada en los países americanos que la acogieron y la honraron como a otros otros creadores e intelectuales que se marcharon cuando la democracia pereció en España.

En los años setenta y ochenta, Maruja Mallo logró que se la reconociera en su país como la pintora genial que era. En los años noventa se organizaron dos muestras antológicas, una en La Coruña y otra en Madrid, que reunieron varios cuadros de Mallo, procedentes muchos de ellos de coleccionistas particulares.

Cuenta José Luis Ferris en su biografía de Maruja Mallo (Temas de Hoy, 2004), obra tan llena de datos y referencias documentales como de lirismo, que la pintora vivió los últimos diez años de su existencia recluida en una clínica geriátrica de Carabanchel, en Madrid, apagándose como una vela que había sido resplandeciente y exótica en el pasado. ¡Qué lastimoso final para una mujer que tanto empeño le puso a la tarea de vivir y tanto lustre le dio a la tarea de crear!

Maruja Mallo murió el 6 de febrero de 1995 sola y, posiblemente, triste. De ella asegura su biografo, que fue "una mujer original, fascinante y transgresora que desbordó los márgenes de su tiempo y que incurrió, como advirtiera María Zambrano, en uno de los errores más destructivos e imperdonables: ser libre”.

martes, 23 de junio de 2009

Broadway

Desde que éramos pequeños hemos escuchado el nombre de esa avenida con reverencia. Broadway. Hemos imaginado una calle llena de carteles, donde se exhiben los títulos de los espectáculos que, a veces, transformados en películas, han llenado n uestras salas de cine y las pantallas de nuestros televisores.

Broadway era en nuestra imaginación una avenida llena de música, el lugar mágico y vivificante donde se unen las voces de cientos de cantantes, los sonidos de miles de instrumentos, la cadencia de las melodías interminables que, cruzando el océano, llegan a nuestras ciudades, se insertan en nuestras historias personales y se hacen parte de nuestra memoria y nuestra rutina.

Y nuestra imaginación se convierte en realidad cuando llegamos a Broadway y sentimos en las pupilas el destello deslumbrante de las miles de bombillas que se encienden en las fachadas de la vía, en torno a los letreros que anuncian los espectáculos que están en cartel. Chicago, Billy Elliot, Hair, West side story. ¿Quedará algún ser humano sin haber visto todavía West side story?

Broadway es una vía que se salta las reglas toponímicas de Manhattan y su trazado cuadricular. Salvo los barrios del sur de la isla, los más antiguos, que se construyeron sin planificación regular cuando los inmigrantes europeos se instalaron en esta tierra de indios, el mapa de Manhattan está compuesto por una docena de avenidas, que corren de sur a norte, y unos centenares de calles, que van de este a oeste, todas ellas nombradas con números según su ordenación. (En algunos tramos, es cierto, algunas avenidas asumen otro nombre: la cuarta se llama Park Avenue, la sexta se llama de las Américas, la novena Columbus, la décima Amsterdam...)


Broadway, sin embargo, tiene un nombre distinto, quizás porque es una vía particular, con personalidad singular. A diferencia de las avenidas, Broadway sigue un itinerario oblicuo, que comienza en la punta sur de la isla, en Battery park, se entrecruza con nueve de las doce avenidas, y llega hasta la calle 215, donde se convierte en puente para cruzar el río y prolongarse en suelo del Bronx, uno de los distritos añadidos a Nueva York.

Caminando por Broadway, el turista atraviesa barrios y calles de sustancia, arquitectura y cometidos dispares, lo que le da una visión múltiple de la gran metrópolis. La compostura financiera de Wall street, el derroche comercial de Chinatown y de Soho, la severidad burocrática de la Sexta avenida con sus severos edificios de oficinas, el lujo y el poderío económico de la Quinta, el despliegue publicitario de Times Square, la luminosidad verde de Central Park, con el que linda en Columbus cicle, la sensibilidad artística de Lincoln Center, la concentración humana de las zonas residenciales de la Novena y la Décima, el saber y el talento de Columbia University...

Broadway es una especie de vena que recorre el corazón de Nueva York, dándole aire a sus barrios y multiplicando en ellos el afán de acoger y acaparar todas las razas, todas las lenguas, todas las culturas, todos los estilos de vida, que hacen esta ciudad tan grande y tan atractiva para los que llegamos de otro continente.


Foto 1. Times Square a las ocho de la tarde.

Foto 2. Así veía Broadway desde mi balcón en el piso 18.

jueves, 18 de junio de 2009

Los Bravos

Hace un par de años me regalaron un libro en el que se contaba la historia de este grupo, Los Bravos. Su trayectoria fue breve pues sacaron su primer disco en 1966 y, tres años después, ya estaban a punto de separarse. Pero sus canciones, Black is Black, Bring a little lovin, La moto y tantas otras, no han dejado de escucharse. Aunque hayan transcurrido cuarenta años desde que salieron al mercado.

Los Bravos. Recuerdos de una leyenda es el título del libro que escribe Guzmán Alonso Moreno. Se publicó en 2004, y es un relato pormenorizado y bien documentado del fenómeno que llevó a los Bravos a los primeros puestos de las listas de ventas internacionales. En realidad, ellos no eran un grupo de amiguetes aficionados a la música, que aprendieron juntos a cantar y fueron subiendo, uno a uno, los peldaños de la fama con sus temas, su tenacidad y su talento. No. El triunfo del conjunto se debió más bien a una tremenda operación de marqueting, diseñada por el productor francés Alain Milhaud, que manejó elementos de todo tipo para configurar el grupo y colocarlo en la cumbre.



Tony Martínez, guitarra, y Manolo Fernández, órgano, procedían de Los Sonor. Miguel Vicens, bajo, y Pablo Sanhelí, batería, venían de The Runaways, en donde habían coincidido con el cantante, Mike Kogel, que fue elegido para ser voz y rostro de Los Bravos. Sus primeros temas, compuestos por Manolo Díaz, que también fue miembro de Los Sonor, se escucharon en el programa más moderno de la radio, El Gran Musical, de Radio Madrid.

Durante dos o tres años Los Bravos arrasaron en el panorma musical español. Era la época dorada de Los Brincos, con quien competían en ventas y número de fans, de los guateques, de las revistas de información musical, de las actuaciones en directo los domingos por la mañana.

Aunque Mike cantaba muchas canciones en inglés, sus seguidores no dejaban de corear sus letras. Ni de acudir a las proyecciones de las dos películas, de calidad dudosa pero cargadas de música y humor, que Los Bravos protagonizaron. Hasta el hecho de viajar a Londres para grabar nuevos discos, fue considerado signo de su calidad y prestigo.

Pero las discrepancias entre los bravos, cuando se bajaban del escenario, el carácter indómito de su cantante, que se tenía por un divo internacional, las tensiones propias de una actividad desenfrenada y, quizás, el hecho de que su unión había sido artificial y no fruto de una ilusión compartida por los cinco chicos que actuaban juntos, minaron la solidez del grupo en pocos años. Milhaud los mantuvo a raya durante un tiempo. Pero sus buenas mañas no sirvieron de nada cuando estalló la crisis.

En 1968, el organista del grupo, Manolo Fernández, perdió a su mujer en un accidente de circulación dos meses después de su boda. Manolo no aguantó su ausencia y se quitó la vida pocas semanas después. Su muerte fue el principio de la agonía de Los Bravos. El inicio de una descomposición que se aceleró cuando el cantante, Mike, decidió emprender una carrera en solitario que no le llevó muy lejos. Consiguió meter dos temas en los programas musicales del momento. Luego se perdió su rastro. Mientras tanto, los tres bravos que se quedaron con el título, buscaban sustitutos para los ausentes y trataban de reconquistar su puesto en la música española. No lo llegaron a conseguir.

De todo esto, analizado con documentos de aquel periodo, trata el libro de Guzmán Alonso Moreno. Una obra interesante no sólo para los amantes de la música de los sesenta sino, sobre todo, para quienes hoy se dedican a la publicidad y a la comunicación.

Os dejo aquí otro enlace en el que se habla sobre los Bravos.
Y otro tema, este muy conocido.


jueves, 11 de junio de 2009

Un balcón en el piso 18

En Nueva York encontré un balcón al que asomarme. Un balcón que estaba en el piso décimo octavo de un edificio de 32 plantas, entre Broadway y la octava avenida. Desde el balcón veía edificios poderosos, altivos, estilizados: un panorama que ratificaba la visión de la ciudad como un compendio de desmesuras y osadías.

Este gigante de cristal y acero, que aparece junto a estas líneas, es uno de los más rascacielos más modernos de Nueva York. Se acabó de construir en 2006. Y es también la primera obra del arquitecto británico Norman Foster, en Manhattan.

La torre Hearst, que lleva ese nombre porque es la sede del grupo editorial Hearst (una de cuyas publicaciones es Cosmopolitan), está ubicada en la Octava Avenida, entre las calles 56 y 57. Sorprenden, cuando se ve por vez primera su silueta, sus fachadas compuestas por triángulos de cristal y ese aspecto de estar formado por cuerpos geométricos, apilados unos sobre otros, que le dan sus pisos retranqueados.

Pero más sorprende una vista de la torre desde su base, pues se levanta sobre un edificio de seis plantas, construido en 1928, que fue la primera sede de las empresas del magnate de la prensa, Randolph Hearst. Entonces ya se había planificado levantar un rascacielos, pero eran tiempos de depresión económica y el proyecto tuvo que esperar. Las plantas superiores de la torre han tardado casi ochenta años en florecer.


En Nueva York empezaron a alzarse los rascacielos (skycraper, los llaman en inglés) a principios del siglo XX. La ciudad estaba en auge y el terreno estaba limitado, puesto que Manhattan es una isla. Así que urbanistas, arquitectos y autoridades empezaron a pensar en plantar grandes construcciones en solares de dimensiones relativamente reducidas. Uno de los primeros edificios de este tipo fue el Flatiron Building, en la confluencia de la quinta avenida con Broadway, que es de 1902. Otro de los veteranos es el Chrysler Building, que ya os mostré en una foto anterior.

El subsuelo de Manhattan está formado por una franja de roca que facilita el anclaje de los rascacielos. Esta franja no es perpendicular a la superficie, sino que asciende y desciende a lo largo de los 22 kilómetros que mide la isla de norte a sur. Los rebaños de rascacielos se asientan, precisamente, en las zonas donde la capa rocosa es más superficial. Entre las calles 42 y 59, al sur de Central Park, se encuentran algunas de las torres que yo veía desde el balcón.

Os enseño otros dos. El del tejado puntiagudo, de nombre One Worldwide Plaza, es una torre comercial de 50 pisos, construida en los años 80 y situada en la Octava avenida, entre las calles 49 y 50. Por las noches lo veía iluminarse con unas luces suaves que le daban un aire mágico, incitante. El edificio de la derecha también encendía al anochecer las luces del ático. Pero no me consta que tenga un nombre especial.

El balcón desde el que saqué las fotografías pertenecía al apartamento que alquilamos a través de internet. La agencia inmobiliaria se llevó un porcentaje (sustancioso) por las gestiones de poner en contacto a los clientes con la dueña, quien demostró su hospitalidad con detalles destinados a sus inquilinos temporales. Su precio, aunque elevado porque es muy caro el hospedaje en Nueva York, era equivalente al que hubiera costado una habitación (doble o sencilla) en uno de los hoteles de Manhattan.

domingo, 7 de junio de 2009

Javier Cercas en la feria

Javier Cercas ha escrito un libro sobre el intento de golpe del 23 de febrero de 1981, que se anuncia interesante. Yo me propuse comprarlo cuando leí las entrevistas de promoción y las críticas. Y esperaba una ocasión, como la que brinda la Feria del Libro, para pedirle una firma al autor.

No soy amiga de filas para nada. A veces tienes que hacer cola para sacar dinero del banco, para pagar la compra o para hacer un trámite administrativo. Y la haces porque no te queda más remedio. Pero ponerse a la fila, esperar veinte o treinta minutos para que un señor o una señora te estampen una firma fría en la página primera de un libro... ¿compensa? Debería habérselo preguntado a estos señores que esperaban para que Ibañez, el padre de Mortadelo y Filemón, (un artista de los buenos, sin duda) les rubricase un libro de comics.

Pero a Cercas tenía ganas de decirle, a la vez que le pedía una firma, que sigo pensando que "Soldados de Salamina" es una obra muy lograda, tanto por su estilo y sus estructuras particulares (que, en mi opinión, han creado escuela), como por lo que tiene de canto a los soldados anónimos que perdieron la guerra civil y, por ello, perdieron también su cotidianeidad y sus raíces. El libro lo descubrí gracias al consejo de un amigo antes de que ganase la fama que le convertiría en uno de los libros más vendidos de los últimos años. Y se lo he recomendado, después, a unos cuantos amigos.

Cuando he llegado al parque del Retiro, sobre las 11.30, los altavoces estaban recitando los nombres de los escritores que firmaban en las casetas de la feria. No he oído el nombre de Cercas. Así que me he puesto a pasear, a ver libros, a ver las caras y los gestos de ciertos autores, he saludado a algún amigo... Había escritores a los que admiro (Bernardo Atxaga, Ian Gibson, Eduardo Mendoza), y también personajillos de las teles y radios reaccionarias, que me dan repelús, no sólo por la mala baba que suelen destilar ante los micrófonos sino también porque sospecho (en ciertos casos, me consta) que usan negros para llenar sus libros.


Cuando ya me disponía a marcharme, he oído por el altavoz el nombre que esperaba. Cercas estaba en la caseta de una librería y, ¡qué suerte la mía!, no había nadie haciendo cola. Así que me he acercado, he pedido el libros y he podido cruzar unas palabras con Javier mientras él ponía una dedicatoria en mi libro. No es un tipo envarado, os lo aseguro. No es de esos escritores a quienes, cuando la popularidad les abraza, el ego se les sube al cogote y te miran con la distancia del que se siente en un planeta distinto al que habitan el común de los mortales.

No se me ha ocurrido hacerle una foto. Además, lo confieso, he formado cola sin proponérmelo. Así que os dejo una imagen de ambiente.

viernes, 5 de junio de 2009

De comidas y bebidas

¿Quién ha dicho que en Nueva York se come mal? Sí, claro que habrá gente que coma mal, que engulla dosis excesivas de hidratos de carbono, de grasa, de azúcares. Pero el que no sigue una dieta sana, no tiene pretexto. Si come mal será por falta de voluntad, no porque escaseen en los supermercados de la ciudad alimentos ligeros, naturales y frescos. Ni sitios donde se combinan, se guisan y se aderezan con verdadera maestría.

Paseando por las calles de la urbe, el visitante va descubriendo una colección de restaurantes de rótulos diversos y cartas en las que se le ofrecen especialidades culinarias exportadas desde cualquier rincón del planeta. Cocina etiope y mexicana, vietnamita y cubana, tailandesa, japonesa, coreana, italiana... De todo hay en esta ciudad de aluvión donde se cruzan culturas, lenguajes y pieles de los cinco continentes. Casi diría que lo menos habitual son los lugares donde se expenden las famosas hamburguesas que para nosotros simbolizan el estilo típico de alimentación americana.


En la zona de Wall Street, en las calles donde se acumulan oficinas y locales comerciales, proliferan los locales de comida rápida. Pero, ¡alto!, que eso tampoco ha de identificarse con las ya mencionadas hamburguesas. No. En estos establecimientos hay varios mostradores, dedicados cada uno de ellos a un tipo de comida. El de los alimentos cocinados, listos para servirse en el plato, es, posiblemente, el más apeticible. Hay arroz con verduras, pollo con hortalizas, albóndigas, judías, espaguetis con nata, pizzas troceadas, carne en salsa, pollo asado, quesadillas, emparedados, bollos… Y también hay lechugas (lechugas verdes y rojas, escarolas, rúcula), tomates, cebolla partida, aceitunas, sandía, melón, uvas, maiz… Se puede uno montar una estupenda ensalada que aporte las energías suficientes para continuar paseando por la ciudad sin que una digestión pesada atente contra su verticalidad.

Los precios no están tirados, porque en Nueva York la alimentación es más cara que en España. Pero os aseguro que por 12 o 15 dólares se puede uno tomar un menú sustancioso y salir del establecimiento con la sensación de haber comido bien.

Otra alternativa es tomarse un tentempié en la calle, en un puesto callejero de los cientos que se hallan plantados en casi todas las esquinas y delante de las fachadas de museos e instituciones que atraen a los turistas. Uno compra un "perrito" y se sienta en un banco al aire libre o en las escaleras de un edificio centenario a zampárselo. Esta fórmula no sale cara, pero si se practica a diario puede que nuestro estómago proteste.

Si optamos por un restaurante convencional, el camarero nos sorprenderá con un hábito que aquí, en España, es inusual. En cuanto los comensales se acomodan a la mesa, el camarero coloca delante de cada uno un vaso de cristal y lo llena de agua cargada de hielo. Cada vez que el vaso se vacía, el camarero vuelve a llenarlo. Te preguntará si quieres una bebida, la cual te cobrará cara. Pero al que come con agua, este hábito le supone un ahorro en el presupuesto del viaje.


Otra sorpresa es que, si te han servido un plato abundante, puedes llevarte lo que te sobra a casa. Le dices al camarero take away, éste asiente sin fruncir el ceño y, a los pocos minutos, te coloca sobre la mesa una bolsa de plástico blanco con un envase de aluminio que contiene tus espaguetis a la carbonara o la mitad del “burrito” que no has podido comer. En estas tierras en que vivo se suele mirar mal o tachar de rácano a quien osa pedir las sobras de su menú en el restaurante, pero allí se considera lógico y sensato que tú te lleves en una bolsa lo que ya has pagado.

Además, el restaurante reduce sus residuos y los olores que desprende el cubo de basura hasta que pasa el camión a recogerla.


Foto 1. A media mañana en Little Italy, buscando un sitio para comer.

Foto 2. Puesto de comida delante del Metropolitan.
Foto 3. Desayunando en la Octava Avenida.

martes, 2 de junio de 2009

Manhattan

Desde el mirador del Empire State Building, en el piso 86 del edificio al que King Kong trepaba, aferrando con una de sus manazas a su amada, a la que prestó sus rasgos en 1933 la actriz Fray Way, el visitante no se siente un gorila sino, acaso, un pájaro sin plumas. La perspectiva de Manhattan es tan impresionante que hay que asomarse a los cuatro costados de la terraza para hacerse una idea aproximada de las proporciones de la ciudad, de sus contornos fluviales y de la densidad del tráfico y del gentío de sus calles.


Desde aquí arriba se aprecia con exactitud la trama cuadriculada del callejero de Manhattan, que sólo se quiebra en los barrios del sur y en las esquinas donde Broadway se cruza con las avenidas.

Manhattan es el corazón de Nueva York, el más conocido de los cinco distritos que componen la gran urbe. Los distritos de Bronx, Brooklyn, Queens y Staten Island, fueron condados independientes del estado de Nueva York (cuya capital, por cierto, es Albany, aunque su población y su prestigio son inferiores a los de Nueva York) hasta 1898, año en que fueron anexionados al distrito de Manhattan, que llevaba ya el nombre de la ciudad.


Manhattan es una isla alargada (casi 22 kilómetros de sur a norte), situada en la desembocadura del río Hudson. Los primeros colonos que viajaron desde Europa hasta el continente americano, atravesando el océano Atlántico, se instalaron en el borde inferior de la isla. Los italianos y los ingleses, que atracaron en las riberas de Manhattan en el siglo XVI, siguieron pronto su ruta hacia el interior del continente. Los holandeses, que llegaron después, fueron quienes levantaron las primeras casas en la isla en 1621.

Cuentan las guías que los colonos compraron a los indios las tierras del extremo sur de Manhattan por unas cuantas monedas. Allí, en los solares en los que hoy se alzan los grandes edificios de Wall Street, surgió Nueva Amsterdan, una ciudadela donde convivían gentes de razas, religiones e idiomas diferentes. Pero la tolerancia y las buenas formas que regían la comunidad no impidieron que los europeos empuñaran sus armas contra los nativos cuando quisieron ampliar sus posesiones y cultivar los terrenos en los que habitaban los indios.

Los ingleses se apoderaron de Manhattan en 1664 y le dieron a la ciudad el nombre de Nueva York. La guerra por la Independencia de los Estados Unidos de América, (1775-1783), vació de ingleses la isla. El nuevo país convirtió a Nueva York en su capital entre 1784 y 1790.


Durante el siglo XIX la población neoyorkina aumentó notablemente con las sucesivas llegadas de inmigrantes: los 80.000 habitantes censados en 1800 pasaron a ser 700.000 en 1850 y se acercaban a los 3,5 millones en 1900. En el presente sobrepasan los ocho millones.

Esta expansión demográfica supuso la urbanización de toda la isla, tarea que se llevó a cabo aplicando un trazado callejero que se basa en la numeración de las avenidas, que cruzan la isla de sur a norte, y de las calles, que van de este a oeste. La rotulación numérica tiene la ventaja de que el forastero siempre sabe en qué punto del mapa se encuentra el lugar que busca y a cuánta distancia está del punto al que se dirige.


Vistas desde el mirador del Empire.
Foto 1. La cúpula, que se ilumina de noche, del Chrysler Building (1930). El edificio negro y esbelto que se alza a su derecha, es la Torre Tramp (2001), en cuyos pisos hay viviendas y oficinas.
Foto 2. Vista del Metropolitan
Life Tower (1909-1913), junto al Madison Square park.
Foto 3. El Rockefeller Center (1933), a cuyo último piso subimos una noche para contemplar el Empire. Como fondo, se aprecia la gran masa verde de Central Park.

domingo, 31 de mayo de 2009

Regreso a la ciudad superlativa



Cuando regresas a una ciudad que ya has visitado antes, tienes la posibilidad de reparar en detalles que te pasaron desapercibidos la primera vez, de captar sonidos, olores, formas, costumbres de los que, entonces, sólo percibiste retazos y perfiles que se te han quedado prendidos con alfileres en la memoria. Cuando emprendes la segunda visita, el destino te brinda la ocasión de saborear las esencias del lugar, de repetir experiencias agradables, de cerciorarte de las dimensiones de lo que te sorprendió cuando lo descubriste. De comprobar, además, las mudanzas del ambiente y del paisaje al haber transcurrido los meses y las estaciones.

Es lo que me ha ocurrido ahora, seis meses después de mi primer viaje a Nueva York, la ciudad superlativa. He regresado con una temperatura primaveral, un equipaje más ligero y unas ganas enormes de deambular por las calles que no he dejado de contemplar en fotos, en mapas, en historias desde mucho antes de la primera visita. Desde hace ahora un año exacto.


Nueva York es una ciudad donde la diversidad es la norma y lo excepcional no consta como tal. Para el turista, es difícil sentirse incómodo en la gran urbe. En cuanto sale a la calle, le resulta fácil integrarse en las muchedumbres que circulan por las avenidas (aunque los residentes caminan casi siempre con más prisas que el visitante), entenderse con los comerciantes que le ofrecen sus mercancías o sus servicios, con los camareros de los restaurantes y las tiendas de alimentación que se multiplican en los bajos de los majestuosos rascacielos.

Nueva York es una ciudad que admite con liberalidad a todo el que llega hasta ella, sea turista o estudiante, emigrante en busca de empleo, persona de negocios, artista, investigador, peregrino sin meta.

Esta vez, sin frío y con el día alargándose hasta cerca de las nueve, hemos vuelto a subir al Empire, a cruzar el puente de Brooklyn, a pasear por Central Park, a comer en Chinatown, a contemplar la zona cero… Os lo voy contando poco a poco desde aquí.

Foto 1: Domingo por la mañana en Times Square. La gente hace cola para comprar entradas de precio reducido para la sesión del día. En las gradas, algunos jóvenes se sientan a comtemplar el panorama publicitario.
Foto 2. Vista desde el Empire State Building a las 6 de la tarde. En el centro de la imagen, donde se cruzan Broadway y la Quinta avenida, está el edificio llamado Flatiron.

lunes, 11 de mayo de 2009

Yasmina Khadra

Conocemos casos de mujeres que han adoptado un pseudónimo masculino para publicar sus libros sin restricciones. Amandine Aurore Lucie Dupin firmaba como George Sand y Cecilia Bölh de Faber se disfrazaba con el nombre de Fernán Caballero. También había mujeres que escribían para sus maridos, como María Lejárraga, cuyas obras de teatro siempre firmó Gregorio Martínez Sierra sin ningún tipo de pudor. Pero hoy voy a referirme a un caso opuesto, al de un hombre que publicó durante varios años sus novelas con un pseudónimo femenino: Yasmina Khadra.

Mohammed Moulessehoul, nacido en el Sáhara argelino en 1955, amaba la literatura desde su adolescencia, pero su padre le empujó hacia la carrera militar y hubo de conformarse con escribir cuando su oficio se lo permitía. Entre 1984 y 1989, Moulessehoul publicó sus primeras novelas utilizando su nombre auténtico. Pero en 1990 decidió esconder su identidad para publicar en francés una novela policiaca: El loco del bisturí. Con un nombre que le tomó prestado a su esposa, Yasmina Khadra podía denunciar la terrible realidad de su país, donde tanto el gobierno como los integristas islámicos estaban causando muchos daños y muchas muertes entre la población.

Las siguientes novelas, también en francés, llamaron la atención de los críticos por su crudeza y sus méritos literarios. De las seis novelas correspondientes a este periodo, acabo de leer “Los corderos del señor”, una novela en la que se narra la desgracia de una aldea argelina en la que se hacen con el poder los fanáticos religiosos. Khadra describe con rasgos precisos y certeros a los vecinos del pueblo, gentes sencillas que han ido prosperando o languideciendo entre las modestas callejuelas, labrando vidas que se parecen bastante a la de las gentes sencillas de otros países de cualquier continente.

La toma de la alcaldía por los seguidores de un jeque fundamentalista origina una sucesión de matanzas entre el paisanaje. Todo el que discrepa, el que critica o no adula a los nuevos mandatarios acaba desapareciendo o con la cabeza cortada. El lector nota la tensión a medida que va adentrándose en la narración, nota desazón, ira, rabia por tantas muertes de inocentes. Supongo que eso es lo que Mohammed Moulessehoul pretendía cuando se ponía delante del papel o de la pantalla del ordenador.

En el año 2001 Yasmina Khadra reveló su verdadera personalidad en un libro titulado precisamente “El escritor”. En sus páginas cuenta su enclaustramiento en una escuela militar siendo un niño todavía, su difícil adolescencia y el motivo por el que acabó convertido en soldado. El mundo se quedó perplejo cuando le vio la cara a quien se suponía que era una mujer corajuda, que escribía de incógnito. Algunos le tacharon de impostor al novelista. Pero Mohammed Moulessehoul ha seguido escribiendo, ahora desde Francia, que es a lo que, desde que era un chiquillo, deseaba consagrarse.