martes, 31 de marzo de 2020

Normalidad

Desde la distancia, Madrid es un paisaje de tejados rojizos y torres sobresalientes, que no se difuminan estos días bajo la sempiterna boina de contaminación que suele nublar su atmósfera. Madrid es una ciudad triste y aletargada, un refugio de seres confinados, pero desde la distancia no se aprecian sus calles sin bullicio ni los rostros de resignación de quienes se asoman a las terrazas y a los balcones, como te asomas tú ahora al ventanal de tu casa.

Me mandas una foto del paisaje y me hablas de normalidad perdida. Esa palabra ambigua que empieza a brotar en algunos mensajes particulares. La normalidad es la condición de normal, según define la Real Academia de la Lengua. Y normal es lo que se halla en su estado natural, lo que es habitual y ordinario, lo que sirve de norma o regla.

De estas tres acepciones, nos referimos a la segunda cuando en este trance hablamos de normalidad.

"Abrir la ventana supone enfrentarse a la tentación de la normalidad perdida. Añoro ese paisaje, la ciudad prohibida, los paseos con mi perro, el discurrir del día, la puesta de sol sobre los tejados de Madrid y el incendio que el crepúsculo provoca en las cuatro grandes torres. Un faro de luz naranja que en primavera y otoño llena mi salón de luz. Tantas pequeñas cosas que se esconden en ese recuadro tan próximo, y tan lejos".


De la normalidad no añoramos grandes eventos ni fechas excepcionales. Añoramos los gestos sencillos de cada día, salir a la calle, dar un paseo con los padres, tomar un café con los amigos, encontrarse con los vecinos en la tienda de la esquina y poder bromear con ellos sin guardar las distancias. Añoramos también ir al cine, ir a comprar unos zapatos o un regalo de cumpleaños, visitar una exposición en un museo (como la de Sofonisba, tan reveladora, en el Prado).
Añoramos a la gente que es "normal" en nuestra existencia cotidiana.

Vuelvo a contemplar la foto y me subyuga la estampa. Las circunstancias han pintado un hermoso cuadro de la ciudad anormal.

lunes, 30 de marzo de 2020

Invierno en marzo


El invierno ha regresado al país. Como si la naturaleza, tan generosa con los humanos que no lo somos tanto con ella, quisiera acompañarnos en este periodo de hibernación.

Desde que apareció en enero el maldito virus se nos han llenado los buzones y las redes de opiniones sobre la pandemia, sus efectos sociales, sus causas. Hay muchas teorías y la mayoría, una gran mayoría no se sustenta en ninguna evidencia científica o no tiene más valedores que un profeta a posteriori, un influencer aburrido o un apóstol de las insidias y el catastrofismo. A cada uno de nosotros, sin embargo, nos asiste el derecho a adoptar la teoría que mejor cuadre con nuestra ideología, con nuestra conveniencia o, simplemente, con la urgencia de encontrar un motivo de diálogo o de controversia en nuestros grupos de whatsapp.

La idea de que la naturaleza se está vengando de los humanos, que he oído proclamar estos días, no me resulta convincente. La naturaleza es generosa con nosotros, lo decía antes. No ataca a los bichos humanos por mucho que nosotros la talemos, la ensuciemos, la calentemos, le arrebatemos su flora y su fauna, por mucho que los humanos seamos despiadados con el planeta en el que vivimos. La naturaleza no es vengativa, no nos castiga por nuestro vandalismo sino que intenta restañar sus heridas y rebrotar allá donde nuestra mano la ha cercenado.

¿Por qué somos tan fatuos los seres humanos? ¿Por qué nos creemos que todo lo que nos rodea es de nuestra propiedad y lo podemos transformar a nuestro capricho? ¿Por qué destrozamos playas, bosques, selvas, montañas, océanos, ríos, lagunas?

Sigo viendo caer la lluvia tras los cristales de mi ventana. Pilar, amiga lectora, envía fotos de flores que hizo el año pasado en la "preciosa ciudad inglesa" de Chentelham. Unas fotos que son reconfortantes en este lunes frío e invernal. El último lunes de marzo.


Las cifras de enfermos y fallecidos siguen siendo exageradas. Al otro lado del Atlántico, el virus arrebata salud y vidas como un demonio desatado.
Echo mano del periódico de ayer y recupero algunas  frases de Emilio Lledó, ese hombre lúcido y sencillo que debería hacernos reflexionar al menos un instante.

“Dentro de poco empezará a explotar la primavera y en la próxima estación esas hojas se caerán y el año que viene saldrán otras. Esa es la continuidad de la naturaleza, y esa continuidad no nos es dada a los humanos. Pero sí nos es dada la de nuestros ideales, la continuidad futura de aspiraciones como la verdad, la justicia, la bondad, la belleza. Todo eso prosigue, aunque tú te vayas fuera de la Historia. Y también es consolador mirar la vida de uno y encontrar que en ella hay cierta coherencia desde el principio hasta el final. Recordar tu vida y no avergonzarte. Saber que te has podido equivocar, seguro, pero que nunca has hecho daño a nadie ni has intentado perjudicar a nadie.” (El País)

domingo, 29 de marzo de 2020

Cambiando relojes

Mientras ajusto los relojes a la hora de la temporada veraniega, pienso en cómo puede afectar el cambio a la situación cotidiana en la que estamos inmersos desde hace quince días. (Dos semanas justas, cumplimos hoy).

Este año hemos mantenido menos debate sobre cuánto nos gusta o desagrada el desplazamiento de las horas de sol, si nos molesta levantarnos otra vez de noche o si nos encanta que se retrase el ocaso para disfrutar de tardes más largas en la calle o en el campo. En estas condiciones de encierro, las ventajas e inconvenientes se diluyen en un estado general de preocupación por asuntos más dolorosos.

Nos llegan noticia estos días de grandes morgues instaladas en espacios deportivos, de familias que no pueden acompañar a sus mayores en sus últimas horas, de mayores que permanecen aislados en  hospitales o residencias sin ver a sus hijos ni tener la esperanza de verlos antes de marcharse. Si la pérdida de un padre o una madre es siempre difícil de aceptar, sea cual sea la edad que hayan alcanzado, la imposibilidad de despedirlos hace que el proceso se convierta en una tragedia, en un episodio atroz que los hijos no olvidarán jamás, pienso yo, que no soy afecta a los velatorios ni a los espectáculos funerarios.

El teléfono vibra con el primer mensaje de la mañana. Las primeras noticias de la jornada acerca de los amigos y conocidos que están enfermos o que tienen a un familiar luchando contra el maldito virus.

Pienso entonces en el amigo que soporta la enfermedad en su casa, tirado en la cama, sin ganas de nada, pero soportando con coraje los síntomas del virus que en el octavo o noveno día, me ha contado, evolucionará de algún modo: aflojando sus efectos malignos o aumentándolos. ¡Ojalá que sea la primera opción!



¡Ojalá siga teniendo fuerzas y ánimo para asomarse de vez en cuando a la ventana, aunque el paisaje sea limitado, y para cruzar algunos mensajes de whastspp!

Mientras espero que el día sea benévolo con el amigo, sigo cambiando la hora de los relojes y me doy cuenta de que esta tarde, cuando salgamos a aplaudir a los balcones será de día y nos veremos las caras los vecinos. La mayoría no nos conocemos pero después de esto me gustaría saludarles en la calle sin tener que guardar los dos metros de distancia.

sábado, 28 de marzo de 2020

Solidaridad

Las emisoras de radio no se detienen. Cada mañana agradecemos a quienes siguen trabajando para informarnos de lo que ocurre fuera de casa, en otros países del mundo.
Sobre todo, a los que procuran informar sin añadir ingredientes tóxicos, versiones particulares sin sustento científico, opiniones alarmistas y augurios negativos a posteriori, cuando ya todo está revuelto y contaminado.

Los buenos periodistas destacan en estos tiempos confusos. Los que nos narran la actualidad con toda su carga vírica, pero sin inculcarnos más miedo que el que ya nos agarrota la carne y el pensamiento.

El sábado es el tiempo de Javier del Pino, un hombre de voz sosegada y certera, que esta mañana entrevistaba en "A vivir que son dos días" a uno de los 53 médicos cubanos que el pasado lunes se trasladaron a Italia para ayudar a sus colegas a combartir el maldito virus.

"Estaremos listos para cuando en nuestro país ocurra esto, tendremos que regresar para enfrentarnos a la misma pandemia", decía el médico con el acento dulce de los de su isla.

Y formuló una frase que me ha estado rondando toda la mañana.

Solidaridad no es dar lo que te sobra
sino compartir lo que tú tienes

Llevamos quince días en casa, sin coger el autobús o el metro para ir a trabajar, sin mover el coche, sin ver a los padres y los hijos que no viven con nosotros, sin salir a dar un paseo o a comprar el pan o la leche sin ponernos antes los guantes y la mascarilla.

¿Cómo lo estarán llevando las familias que viven hacinadas en pisos reducidos, los que viven en pisos sin ventanas a la calle, los que están con tratamientos médicos por causas que no son el coronavirus, los que se han quedado sin sueldo porque han perdido el trabajo, los que tenían una papelería o una tienda de chucherías, los vendedores ambulantes, las cuidadoras de ancianos, el muchacho africano que antes pedía una dádiva en la puerta del supermercado? ¿Cómo lo estarán pasando?

viernes, 27 de marzo de 2020

Son nuestros mayores

En Holanda, un alto cargo sanitario critica a Italia y España por dedicar sus recursos sanitarios a personas de mucha edad. Lo cuenta un periódico digital y quiero creer que se confunde, que es uno de esos cientos de bulos que estos días, amparados por la avidez de noticias y la angustia del encierro, corren de teléfono en teléfono, de buzón en buzón.

Pero el holandés de marras no es el único que apunta al sacrificio de los mayores. Hace dos días el vicegobernador de Texas opinaba que quienes ya cumplían 70 años, incluido él mismo, debían sacrificarse para salvar la economía del país.

O sea, que vamos a dejar que el abuelo se muera para que no se tenga que cerrar la tienda de la esquina, ni pierdan valor nuestras acciones en el banco. Vamos a dejar que la abuela se muera para que no deje de funcionar el bar y podamos irnos de vacaciones en avión este verano. Vamos a dejar a los viejos al margen del sistema sanitario para que no se nos atasque y no se nos desplome la bolsa.

¡Qué asco! ¡Qué asco de los que piensan así! ¡Cómo si los ancianos fueran trastos viejos, que no seres humanos, que ya han cumplido su ciclo y pueden arrojarse a la basura!

Para contrarrestar la ira que me causan noticias tan repugnantes, recupero mensajes que cuentan iniciativas oficiales y vecinales para cuidar a los mayores, a los que no están hospitalizados pero están padeciendo en casa la soledad y el confinamiento.

Voluntarios madrileños atienden estos días las llamadas de ancianos y ancianas que viven solos, se sienten solos y necesitan escuchar una voz de aliento al menos un ratito al día. El teléfono 919490111 es gratuito.
Hay redes vecinales que están reclutando voluntarios para conversar con los mayores. al margen de las instituciones y sin propaganda pública.
Hay jóvenes que se han coaligado para subirle la compra a sus vecinos ancianos, para traerles las medicinas de la farmacia y asomarse de vez en cuando a su puerta para preguntarles si se encuentran bien o necesitan otro recado.

En algunas residencias se reciben cartas para aliviar el aislamiento de los ancianos, en otras se les facilitan tablets para que contacten con sus familiares, con los nietos y los hijos. Da la impresión que se cuida de ellos con más esmero ahora que tantos han fallecido, ahora que se han destapado tantas deficiencias, tantos errores, tantos recortes de material y de personal en estos establecimientos.

Y pienso en nosotros, en cada uno de los que estamos pasando esta temporada de ausencias añorando a nuestros viejitos. Ahora no podemos visitarlos, ni tocarlos, ni besarlos.

¡A hacer puñetas el holandés y el estadounidense!

jueves, 26 de marzo de 2020

Mañanas en el balcón

El sol ha salido esta mañana. Corre un vientecillo leve. Observo el panorama en los edificios de los impares. Una chica toma el sol con una camiseta de tirantes en su balcón de un tercer piso. Dos mujeres conversan más arriba, en dos balcones contiguos que pertenecen a  portales diferentes. En la planta baja un hombre dormita en la ventana más por aburrimiento que por cansancio. En la terraza de un quinto piso, entre macetas floridas, otra mujer mantiene una conversación intensa a través de su ordenador.

Es la hora en que, en circunstancias normales, las oficinas bullen y retumban, las tiendas se llenan de clientes, las calles son una algarabía de paseantes; es la hora de las colas en los museos, de las multitudes en los andenes del metro, de las procesiones de autobuses por las calles congestionadas y ruidosas. Pero hoy la ciudad está vacía. Está callada, atemorizada, recluida.

¿De qué hablarán las mujeres de los balcones contiguos? Supongo que hablarán de lo que todo el mundo habla estos días, de la salud de la familia y los parientes, de las vacaciones obligadas, de los  viajes truncados, de los exámenes retrasados de los hijos, de las gestiones que se quedaron pendientes, del paquete que no llegó, de las reformas que necesita su cocina, de que el móvil, con tanta actividad estas semanas, se les está quedando sin memoria.

Por un momento la imagen me transporta a los balcones de mi infancia. Balcones corridos en una primera planta, un palco de primera clase para contemplar el espectáculo callejero, las escenas de los vecinos encontrándose en las aceras, los chispazos de los troles de los tranvías, los cánticos del ciego (entonces lo llamábamos así, hoy utilizaríamos otra palabra) anunciando el cupón de la suerte.

Desde el balcón hablábamos con los transeúntes, les pedíamos que nos arrojaran una zapatilla que se le había caído a uno de los niños, hablábamos también con los vecinos del piso de arriba, con los de la casa de la otra esquina, nos contábamos noticias de los conocidos del barrio, de los tenderos, del colegio de la glorieta.


Muchas décadas después, los balcones están deshabitados. Rara vez hay un hombre o una mujer acodado en la barandilla, contemplando el panorama de su calle. Si acaso, de vez en cuando alguien se asoma un instante para cerciorarse de que no tiene que salir de casa con el paraguas o con la bufanda.

Pero este mes de marzo los balcones se abren, no para comprobar la temperatura ambiental, sino para aliviar el encierro en el que estamos inmersos por prescripción médica.

Sería hermosa la estampa si no fuera porque estamos confinados sin alternativa y, sobre todo, porque  estamos pendientes de los amigos a los que ha pillado el virus, o que tienen a un hermano, a una sobrina o a un cuñado empeñados en la lucha contra el maldito virus.

Profetas a posteriori

Detesto los mensajes, los vídeos, las fotos que recibimos estos días, por whatspp, en los telediarios, en la prensa, advirtiéndonos de que la situación es muchísimo peor de lo que sabemos o creemos saber y quejándose de lo mal que se está gestionando la crisis. Detesto a tantos augures a posteriori, que no cesan de recordarnos que esto se veía venir y que se debían haber tomado medidas restrictivas de antemano.

El día que la comunidad de Madrid decretó el cierre de colegios e institutos, lunes 9 de marzo por la tarde, hubo muchas voces en contra de la medida, dudando de su conveniencia y sus efectos. Parecía alarmismo innecesario. El día que el gobierno central recomendó el cierre de todos los centros escolares de España, jueves 12 de marzo, hubo voces discrepantes incluyendo las de algunos de políticos con peso regional.

Ese jueves, primer día sin clases en Madrid, los parques estaban llenos de familias con niños y las terrazas de turistas y residentes tomando el fresco y una cerveza con aperitivo.
Al día siguiente, los madrileños fueron conminados a quedarse en casas con sus criaturas. Pero de poblaciones costeras nos llegaban imágenes de playas, terrazas y calles llenas de gente, cuando en Valencia ya tenían también numerosos afectados por el virus.

Si estos comportamientos, que no denotan perversión sino inconsciencia e ignorancia, se daban en momentos en que la pandemia ya estaba extendiéndose peligrosamente por todo el país, ¿qué habría ocurrido si el viernes 6 o el 7 de marzo se hubieran suspendido manifestaciones, encuentros políticos, miles de partidos de fútbol y baloncesto, miles de misas, miles de espectáculos de teatro, sesiones de cine, conciertos, compras en centros comerciales?

¿Habrían aplaudido las medidas cautelares, tan estrictas, los que ahora dicen lo que se tenía que haber hecho entonces habida cuenta de que ciertos profetas a posteriori fueron protagonistas de actos multitudinarios, con enfermos evidentes asistiendo a la convocatoria?

También detesto a todos esos individuos e individuas que aprovechan el dolor de todo un país para hacer campañas de propaganda política. Dejen de lanzar mensajes para atemorizar y revolver a la población, que bastante tenemos con esperar noticias de nuestros allegados, unos encerrados en casa sin quebranto de salud física, otros ingresados en hospitales, otros pendientes de un familiar enfermo, todos afectados psicológicamente por la tempestad vírica.

Dejen de intentar promocionarse en estos momentos tan excepcionales. Sólo queremos gente que trabaje para aportar soluciones, gente que trabaje por la convivencia, sólo queremos mensajes de aliento, de energía, de entendimiento, queremos gente que inspire confianza en que, se haya hecho mal lo que se haya hecho mal, saldremos de esta.

Luego ya habrá tiempo de hablar de los errores que han cometido los gobernantes de todos los ámbitos y de las últimas décadas: los gobernantes actuales y los que los precedieron en los despachos nacionales, autonómicos, municipales o institucionales.

miércoles, 25 de marzo de 2020

El muchacho de la panadería

Todas las mañanas levanta la persiana de la panadería y recibe al primer cliente del día. Antes de que todo esto ocurriera, el muchacho empezaba a trabajar a las 6:30. Todavía reinaba la oscuridad cuando sonaba en la calle el ruido de la persiana y el motor del camión que le traía las cajas de los ingredientes.

Ahora no abre hasta las 8:30. Y cierra a mediodía porque su madre, que se encargaba del negocio cuando él terminaba su turno, no sale de casa. Y porque la clientela ha disminuido.


Todas las mañanas compruebo que la panadería está abriendo, que aparecen frente a su pequeña cristalera las bandejas de croissants y de madalenas, que van desapareciendo poco a poco, a medida que los vecinos van entrando en el pequeño local. De uno en uno, por supuesto.

Hoy, antes de iniciar las tareas habituales, el trabajo a distancia que procuramos cumplir con eficacia y esmero, a pesar de que whatsapp hace difícil el entendimiento, he decidido bajar a comprar un par de esos bollitos que contemplo todas las mañanas desde mi ventana.
Me apetecía sentir su sabor dulce y su textura esponjosa. Pero también me apetecía decirle al muchacho de la panadería que es un consuelo verle cada día haciendo lo mismo que hacía antes de que la tempestad vírica derrumbase nuestra vida cotidiana.
Que él es una especie de símbolo de que la vida no se nos ha roto del todo.

A la postre, sólo me ha salido una frase después de pagar mi compra. Gracias por estar aquí.










(Las fotos son de facebook)

martes, 24 de marzo de 2020

Escapar

 Hay días más difíciles que otros. Días en que el encierro hace mella en ti, que llevas tantas horas metida entre paredes.
No es sólo la prohibición de salir de casa, las ganas de darte un paseo o una caminata como cualquier tarde normal de primavera. Es también el miedo, el pánico que te ataca cuando notas un escozor en la garganta y un cierto decaimiento matinal. ¿Será el virus?

Te convences de que no es más que una faringitis. O ni siquiera eso, una irritación de la garganta por haberte asomado tantas veces a la ventana sin bufanda, a pesar de que las temperaturas han bajado estos últimos días.

Pero después escuchas las noticias y el pánico se convierte en un dolor profundo, en una tristeza sin límites, en la terrible sensación de que en cualquier momento vas a cometer una fechoría para romper esta rutina excesiva.

Entonces vuelves al ordenador y revisas los mensajes llegados ayer. Son tantos que algunos los leíste por encima o, si eran vídeos, se quedaron sin abrir.
Entre ellos hay uno de Maite, una de mis queridas amigas lectoras, que me llena de luz, de vida, de pasión.... La Pedriza con música de Zaz.
¡Qué ganas de escapar!

Saldremos de esta, dicen los niños.
Volveremos a vernos, dicen las amigas.
Creo que voy a pasar el resto de la tarde escuchando a Zaz.



Fotos de Maite B.

lunes, 23 de marzo de 2020

La vida interrumpida

Son las once y seguimos en casa. A estas horas deberíamos estar paseando por el centro de la ciudad, visitando un edificio notable o una exposición recién inaugurada, escuchando una conferencia o una lección de historia, tomando un café con los compañeros después de una reunión de los socios.
A estas deberíamos estar en la calle, pero el mundo se ha detenido, de repente, y nuestra vida cotidiana se ha interrumpido.

Llueve lentamente sobre Madrid. Es una lluvia que limpia la atmósfera, que ahora ya no es tan turbia y pestilente como suele, que empapa las calzadas y las aceras desiertas, que arrastra el polvo de los coches estacionados en el mismo sitio desde hace más de diez días.
La lluvia amortigua los intensos deseos de salir de casa que a veces nos hacen temer que no seremos capaces de aguantar otras tres semanas confinados.



Te imagino consultando la agenda, doliéndote por una cita que has tenido que aplazar, una actividad que se ha anulado. Acordándote de tus compañeros de la Asociación, ese montón de hombres y mujeres jubilados que se han unido a ti para poner en marcha un proyecto que está dando muy buenos frutos. No hay más que ver cómo acudimos a las charlas, a las tertulias, a las visitas y viajes que organiza la Asociación. Y ver, ante todo, las buenas relaciones que se están forjando entre personas que antes de acudir a estas actividades quizás ni se conocían.

Los jubilados son gente con iniciativa, con creatividad, con muchas ganas de disfrutar de la vida, de aprender lo que antes no se pudo conocer, de relacionarse, de compartir vivencias, de hablar de lo que saben, de lo que dudan, de lo que sospechan, de lo que gozan.

El recuerdo de esos compañeros, que ahora son sobre todo amigos, te acompaña esta mañana, mientras bajas al jardín aprovechando una pausa de lluvia. Las plantas han reverdecido con la humedad y huele a verde, a flores.

La vida se ha interrumpido pero sólo por unos días. Estamos esperando a que escampe, que la primavera avance, para reencontrarnos fuera.

(Foto: Charo)

domingo, 22 de marzo de 2020

Las amigas lectoras

Mañana teníamos nuestra cita semanal en la sala que nos prestan en la biblioteca pública. Teníamos que hablar de un libro, el octavo o noveno que leemos al unísono desde que nos constituímos como club de lectura, un año hace este mes de marzo.
Anulamos la convocatoria cuando nos dimos cuenta del calibre de la pandemia y de la imposibilidad de movernos de casa.

Pero ahora hablamos por whatsapp. Charo configuró un grupo en el que hasta ahora hablábamos sobre todo de citas, confirmábamos fechas, horas y lugares cuando en la biblioteca no estaba disponible nuestra sala, nos asegurábamos del título del libro que nos tocaba para el próximo mes, nos referíamos a alguna lectura que nos estaba gustando especialmente.
Ahora hemos ampliado el temario.

Nos mandamos mensajes de aliento, textos preciosos de nuestros autores admirados, canciones inmortales, enlaces a webs que contienen cuentos universales o que nos permiten visitar los museos mas importantes del mundo, vídeos de poetas declamando, fotos de nuestras plantas domésticas, de los rincones donde cada una guarda sus apuntes y los libros pendientes de leer, de los árboles que vemos desde la ventana.
Estamos unidas, apoyándonos, confortándonos, riendo a veces, quejándonos otras. Pero estamos unidas.

Cuando volvamos a salir a la calle nuestra amistad, que en algunos casos se remonta a un año atrás, será más fuerte, más profunda y más sólida.
Los libros seguirán enganchándonos, nuestra pasión por la lectura nos llevará un lunes al mes a reunirnos en la biblioteca. Pero en estos días estamos aprendiendo a quererenos más como amigas.

Con mi cariño para Ana, Araceli, Carmina, Charo, Josefina, Maite, María Jesús, Nati, Nieves, Pilar, Rosa.





 Las plantas de Araceli



      El guindal que ve Josefina



 El rosal de María Jesús

Una semana de encierro

Siete días encerrados. Llevamos una semana de confinamiento. Dos o tres días antes ya salíamos con miedo a la calle, sospechando la que se nos venía encima.

El último día que nos vimos, antes de que nos mandaran a casa, comentábamos nuestra preocupación por nuestras madres, por las personas mayores con las que convivimos a diario, o de vez en cuando, personas a las que besamos, tocamos, lavamos, untamos crema hidratante en las piernas, ponemos colirio en los ojos.....

Nos mandamos mensajes con frecuencia, nos preguntamos por las madres. Nuestros padres se fueron ya hace algún tiempo, antes de que la pandemia nos arrollara y nos encerrara en casa.
Seguimos un poco preocupadas. Estamos pendientes de una tosecilla, de un gesto de dolor, que igual no es más que un calambre o una mala postura, de un suspiro más largo de lo habitual.

Ellas están con nosotras, podemos hablar, comentar, discrepar incluso, reírnos a veces. Pero hay muchos mayores que están encerrados en residencias, aislados, con virus o sin virus, pero sin poder ver a sus hijos o a sus nietos, sin poder contarles que están asustados o que no, que no están asustados porque, por su larga vida y sus experiencias, están curados de espanto.


Hoy es domingo y apetece salir a dar una vuelta por el barrio, acercarse a comprar el pan y unos pasteles para endulzar la jornada. Pero tendremos que conformarnos con asomarnos a la terraza y contemplar las calles y los jardines desde arriba, esperando que las nubes se retiren y asome por entre sus bordes el sol de la primavera.
¡Qué suerte tenemos de tener esta terraza! ¡Qué suerte de poder pasar el domingo en casa!

(Foto: Nuria)

sábado, 21 de marzo de 2020

Vivas nos queremos



La violencia machista se cobra una nueva víctima, una mujer de 35 años asesinada en un pueblo de Castellón delante de sus hijos.
Y van diecisiete asesinadas en tres meses.

En Sevilla hay otra mujer hospitalizada. Su compañero intentó cortarle el cuello cuando ella le anunció que le iba a abandonar.

Obsesionados con el coronavirus, repletos los medios de comunicación y las redes de noticias sobre la enfermedad, el confinamiento, la crisis económica, estábamos olvidando que hay otros problemas en nuestro país que ni se atenúan ni se resuelven con el encierro. Pero la cruda realidad nos ha saltado a la cara.

El País ha hablado con la hija de un tipo violento que tiene amedrentadas a las tres mujeres de su casa. ¿Cuántas niñas, jóvenes, mayores y ancianas están sufriendo unas circunstancias semejantes?


Hoy no saldrá nadie a las puertas de los edificios institucionales para reclamar que cese esta pandemia que mata a miles de mujeres en todos los países del mundo. Pero desde nuestros balcones y nuestras ventanas, podemos seguir gritando contra la violencia machista.

Stop violencia de género. Ni una menos. Vivas nos queremos.



viernes, 20 de marzo de 2020

Noche de viernes

La noche del viernes es puro jolgorio en las calles de Madrid. Los vecinos suelen quejarse de los ruidos de los que deambulan de madrugada de bar en bar, de esquina en esquina, riéndose y vociferando.

Pero esta noche de viernes lo que suena en los barrios es el silencio. El inmenso silencio que solo quiebra el rumor de un coche con luces azules, atravesando el asfalto, o el del autobús que corre, con uno o dos pasajeros, con ninguno acaso, hacia su última parada antes de regresar a la cochera.

En mi calle todos los bares, que son muchos, tienen la persiana echada. Sólo hay luz y movimiento en un negocio que, curiosamente, se ha inaugurado esta semana: un establecimiento de comidas elaboradas. Frente a la puerta dos muchachos con bicicleta, con una caja colgada en la espalda, esperan turno para recoger un pedido. No hablan, no hacen ruido, solo esperan.

Pienso que mi amigo Ángel estará contemplando la noche en su plaza, nuestra plaza de Olavide, precintada, deslucida, congelada en un silencio frío e inhóspito que estremece a quien se asoma a uno de sus balcones. Le saludo desde mi ventana, porque de momento no es posible ir a tomar un café o un aperitivo a una de las terrazas de la explanada.

Ángel es el cronista de la plaza por méritos propios y aclamación popular. Y en calidad de tal, cada día escribe sobre ella, sobre el barrio, sobre la ciudad y sus habitantes, en un informativo digital del barrio.
¿Qué nos contará mañana?

Te tomo prestada una foto, Ángel.


Foto: Somos Chamberí

Primera mañana de primavera

Despierta la mañana del viernes en los patios de vecindad. Suenan voces cotidianas, música de transistores, rumor de enseres de cocina, crujido de ventanas que se abren y se cierran. Alguien canturrea una melodía indescifrable.

Las noticias de primera hora siguen siendo estremecedoras. Los hospitales de Madrid están en situación crítica. Debemos quedarnos en casa, se nos insiste desde los medios de comunicación.

Y entonces, cuando la angustia empieza a taponarnos el pecho, el móvil suena, avisando de la entrada de un mensaje. 
Es una de las amigas lectoras. No manda ni un meme, ni un vídeo alarmista, ni un enlace para visitar una página de ejercicios físicos. Manda un párrafo de un libro que todas hemos leído más de una vez.
Gracias, Nati, y gracias a las amigas del grupo, por este soplo de aliento en una mañana grisácea, la que inaugura nuestra primavera.


Cuando José Arcadio Buendía se dio cuenta de que la peste había invadido el pueblo, reunió a los jefes de familia para explicarles lo que sabía de la enfermedad del insomnio, y se acordaron medidas para impedir que el flagelo se propagara a otras poblaciones de la ciénaga. Fue así como les quitaron a los chivos las campanitas que los árabes cambiaban por guacamayas, y se pusieron a la entrada del pueblo a disposición de quienes desatendían los consejos y súplicas de los centinelas e insistían en visitar la población. Todos los forasteros que por aquel tiempo recorrían las calles de Macondo tenían que hacer sonar su campanita para que los enfermos supieran que estaban sanos. No se les permitía comer ni beber nada durante su estancia, pues no había duda de que la enfermedad sólo se transmitía por la boca, y todas las cosas de comer y de beber estaban contaminadas por el insomnio. En esa forma se mantuvo la peste circunscrita al perímetro de la población. Tan eficaz fue la cuarentena, que llegó el día en que la situación de emergencia se tuvo por cosa natural, y se organizó la vida de tal modo que el trabajo recobró su ritmo y nadie volvió a preocuparse por la inútil costumbre de dormir. 

Gabriel García Márquez. Cien años de soledad. 


jueves, 19 de marzo de 2020

Día de los padres

"De madrugada, sin anuncio y sin más público que los efectivos de bomberos y policía, el fuego consumía parte de la falla municipal a excepción de la figura de la meditadora, con mascarilla incluida, que ha recibido el indulto por unos meses", contaba el martes el diario Expansión.

No hubo muchos fotógrafos ni cronistas ante esta falla, pero alguna imagen nos llega desde la plaza del Ayuntamiento.


Hoy Valencia debería estar llena de gentes, adultos y niños, abuelos y turistas, disfrutando de su gran fiesta, del arte de sus falleros, de sus músicas y sus tapas, de sus relaciones. Pero están los valencianos metidos en casa, los que viven en su tierra y los que planeaban viajar allí para pasar estos días con la familia.

Y eso es más triste aún: los padres que hoy no comerán con sus hijos y los hijos que hoy tendrán que felicitar a sus padres por teléfono o por videoconferencia. Sin embargo, todos, o casi todos, pensarán que son afortunados porque les ha tocado vivir la experiencia terrible del miedo y del encierro por el coronavirus en una época en la que las tecnologías nos permiten seguir hablando con nuestros amigos y familiares y nos permiten, y esto sí que es un lujo, ver a nuestros interlocutores a través de una pantalla.

Si esto hubiera ocurrido veinte años atrás...

No hay que decaer, no hay que deprimirse, no hay que dejarse vencer por el miedo. Eso decía el doctor Escudero en el vídeo que os enlacé ayer. Pero hay que tener mucha fuerza para superar el dolor y el espanto cuando te llegan noticias de que alguien ha perdido hoy a su padre. El coronavirus, sí. Otra vez. Y precisamente este día en el que todos recordamos a nuestros padres, incluso quienes lo perdimos hace años ya.

Quizá sea un desatino lo que predican los creyentes religiosos o los que creen en presencias anímicas, pero no sería mala idea hablar hoy un ratito con nuestros padres ausentes; no necesitamos ni el teléfono ni el ordenador que están usando a estas horas los hijos que tienen en otra casa o en otra localidad a los suyos.

(Foto: Las provincias)

miércoles, 18 de marzo de 2020

Noticias de la mañana

La primera noticia que escuchas esta mañana en la radio: la pandemia se prolongará durante varios meses, quizás hasta julio, vaticina un experto.
Sube el nivel de miedo. 

Luego escuchas la terrible noticia de que han fallecido 18 ancianos en una residencia y que sus responsables andan a la greña con los políticos de la Comunidad.
Sube el nivel de pena.

La noticia tonta, la casi cómica, es la de un hombre y una mujer que han sido rescatados en un monte nevado, ateridos de frío porque salieron de casa el sábado, con temperaturas de primavera, y les pilló la nevada del domingo a la intemperie. Estaban huyendo del virus, de sus efectos, del ambiente enrarecido de su localidad, y estuvieron a punto de perder la vida en la montaña. 
No dan ganas de reír sino de llorar. 
¿A qué niveles de pánico estamos llegando como para arriesgar la vida antes de que nos alcance el coronavirus?

Pero a estas horas Lydia me manda un mensaje de un doctor del que he oído hablar maravillas, lo escucho y la boca se me llena de saliva. 


Escuchadle, por favor.

martes, 17 de marzo de 2020

Un paseíto corto

El día ha amanecido con lluvia. Y con un ese frío que, en otras circunstancias, nos haría alegrarnos de no tener que salir de casa. Quizás sea más fácil así aguantar el encierro.
Cuando deje de llover saldremos a dar un paseo. Un paseito corto, como el de ayer. No podemos ir al parque, tenemos que conformarnos con dar una vuelta a la manzana. Pero no te preocupes. Esto no durará eternamente, solo durará unos días. Cuántos todavía no se saben. O no nos lo han dicho.





Te imagino frente al ventanal desde el que me mandas esta foto, mirando esa calle de siempre, tan silenciosa y vacía como tantísimas calles de España. Las campanillas del whatspp suenan constantemente en el teléfono. Tus parientes y amigos no dejan de enviarte señales de consuelo, bromas, pensamientos que compartir. A veces su insistencia resulta pesada, a veces molesta. Pero la mayoría de los mensajes son señales de cariño, la prueba de que te echan de menos, de que están deseando volver a salir por las mañanas a tomarse un café contigo o a darse un paseito por las inmediaciones del Prado.

Parece que ha parado. Vamos a aprovechar, venga, vamos a la calle.
Me imagino a Cloe disfrutando de estas vacaciones inesperadas, tan feliz de pasar estos días tantas horas contigo. Aunque sea metidas en casa, sin poder salir a correr por el parque.

Todo va a salir bien. Lo dicen todos los niños. Los italianos antes, los españoles ahora.
Todo va a salir bien.

 (Foto: Teresa M)

lunes, 16 de marzo de 2020

La plaza vacía


¿Dónde habrán guardado las mesas y las sillas que habitualmente invaden los costados de la plaza? ¿Dónde estarán los abuelos que se sientan en esos sillones de parque mientras los nietos se rebozan en la tierra? ¿Dónde se habrán metido los chavales que se reúnen alrededor de esos sillones en las horas de madrugada de los viernes y los sábados?

Nos quejamos de sus ruidos y de sus voces pero hoy, viendo la plaza vacía, tan abandonada, desearíamos que vinieran todos, los niños, los abuelos, los chavales alborotadores, desearíamos que se llenaran de gente las terrazas deshechas, que se moviera una moto de esas que duermen aparcadas frente a la fachada del Conde Duque, que pasara el microbús eléctrico, que gritara una mujer el nombre de una vecina... Pero no se va a producir el milagro.

La plaza seguirá vacía durante unos cuantos días. Silenciosa y solitaria.

Pero aun vacía es hermosa. Y sus árboles, los que vemos desde la ventana, nos sorprenderán cada día con una hoja más, con una rama más espesa, con el pronóstico de que antes o después nos va a alcanzar la primavera.
Será el momento de bajar a la plaza, sentarse en una terraza y brindar por la vida, la amistad y la energía que nos ha mantenido unidos.


(Foto: Rosa Aurora)


domingo, 15 de marzo de 2020

En los balcones

Tiempo de miedo y tristeza, de separaciones sin olvido, de actividades truncadas, de proyectos rotos. Tiempo de encierro.

Nos hemos metido en casa para que el virus, que circula por las calles que recorremos a diario, que viaja en los autobuses que cogemos, en el metro, que se mete en las tiendas y los portales, en las oficinas, en los bares, en los cines, en los teatros, en todas partes, no nos pille de repente y nos desbarate el cuerpo.

En la calle hace sol, la primavera se adelanta unas fechas, pero sólo se nos permite verla desde la ventana. O desde el balcón. O desde una terracita, los más afortunados. No tan afortunados, empero, como los que tienen un patio o un jardín donde disfrutar del buen clima y del aire, que estos días es en las ciudades y su entorno menos oscuro que lo era hace cinco días.

Aquí estamos, pasando estos días de encierro con paciencia y confianza en que lo superemos con las menores pérdidas posibles. Sobre todo, pérdidas de personas, aunque también nos preocupa, y mucho, la gente que va a perder el trabajo o el negocio, que va a perder, al menos de momento, su futuro.


Volvemos a asomarnos a los balcones. Tomamos el sol, miramos la calle, leemos un libro, hablamos por teléfono.

Y a las ocho hemos quedado para brindar un aplauso a las personas de la sanidad pública que están curándonos y atendiéndonos.
Quedamos, pues, a las ocho en los balcones.

PD. Laura, gracias por recordar a Cecilia.