Te deslumbran el color azul del cielo y el fulgor de la nieve de la sierra lejana. Pocas veces has contemplado una estampa tan nítida desde la ventana. Y la disfrutas unos momentos, aunque la ausencia de la nube tóxica no es el resultado de las acciones saludables de autoridades y ciudadanos, del compromiso humano con el medio ambiente, sino del encierro y la inmovilidad a que nos ha condenado el maldito virus.
A estas horas de la mañana de abril, si no hubiera aparecido el virus, estarías en el centro de esa ciudad extensa que ahora observas desde una habitación de tu casa. Estarías metida en una sala de luces artificiales, en el seno de uno de los edificios más bellos de Madrid. Quizás habrías salido a tomar un café con una amiga a la que estarías contando detalles de las recientes vacaciones en la tierra de la que viniste. O planificando la tarde para compaginar el cuidado de los niños con alguna de las actividades personales en las que vuelcas tus días.
Pero estás en casa, confinada. Y aunque a ratos sientes el agobio del encierro, de la imposibidad de salir a pasear o de citarte con las amigas del barrio, te sabes afortunada por compartir la jornada con dos compañeros mágicos, dos personas capaces de hacer de la vida cotidiana un juego permanente, que a veces será caótico, pero que siempre considerarás un juego fabuloso y apasionante.
Me deslumbra a mí también el cielo azul, el blancor de la nieve que permanece en los picos de la sierra porque abril no está siendo cálido y el sol no ha derretido aún las capas más recientes de las nevadas.
Esta ciudad que contemplamos juntas, ciudad compacta y milenaria, ciudad múltiple y enrevesada, con sus perfiles modernos y sus torres descollantes, es ahora tu ciudad y la sientes como tal porque en ella está tu hogar y en ella crecen tus compañeros mágicos.
Hoy su color azul es una especie de tributo al cielo luminoso de la tierra de la que viniste.
(Foto. AMC)
No hay comentarios:
Publicar un comentario