jueves, 26 de marzo de 2020

Mañanas en el balcón

El sol ha salido esta mañana. Corre un vientecillo leve. Observo el panorama en los edificios de los impares. Una chica toma el sol con una camiseta de tirantes en su balcón de un tercer piso. Dos mujeres conversan más arriba, en dos balcones contiguos que pertenecen a  portales diferentes. En la planta baja un hombre dormita en la ventana más por aburrimiento que por cansancio. En la terraza de un quinto piso, entre macetas floridas, otra mujer mantiene una conversación intensa a través de su ordenador.

Es la hora en que, en circunstancias normales, las oficinas bullen y retumban, las tiendas se llenan de clientes, las calles son una algarabía de paseantes; es la hora de las colas en los museos, de las multitudes en los andenes del metro, de las procesiones de autobuses por las calles congestionadas y ruidosas. Pero hoy la ciudad está vacía. Está callada, atemorizada, recluida.

¿De qué hablarán las mujeres de los balcones contiguos? Supongo que hablarán de lo que todo el mundo habla estos días, de la salud de la familia y los parientes, de las vacaciones obligadas, de los  viajes truncados, de los exámenes retrasados de los hijos, de las gestiones que se quedaron pendientes, del paquete que no llegó, de las reformas que necesita su cocina, de que el móvil, con tanta actividad estas semanas, se les está quedando sin memoria.

Por un momento la imagen me transporta a los balcones de mi infancia. Balcones corridos en una primera planta, un palco de primera clase para contemplar el espectáculo callejero, las escenas de los vecinos encontrándose en las aceras, los chispazos de los troles de los tranvías, los cánticos del ciego (entonces lo llamábamos así, hoy utilizaríamos otra palabra) anunciando el cupón de la suerte.

Desde el balcón hablábamos con los transeúntes, les pedíamos que nos arrojaran una zapatilla que se le había caído a uno de los niños, hablábamos también con los vecinos del piso de arriba, con los de la casa de la otra esquina, nos contábamos noticias de los conocidos del barrio, de los tenderos, del colegio de la glorieta.


Muchas décadas después, los balcones están deshabitados. Rara vez hay un hombre o una mujer acodado en la barandilla, contemplando el panorama de su calle. Si acaso, de vez en cuando alguien se asoma un instante para cerciorarse de que no tiene que salir de casa con el paraguas o con la bufanda.

Pero este mes de marzo los balcones se abren, no para comprobar la temperatura ambiental, sino para aliviar el encierro en el que estamos inmersos por prescripción médica.

Sería hermosa la estampa si no fuera porque estamos confinados sin alternativa y, sobre todo, porque  estamos pendientes de los amigos a los que ha pillado el virus, o que tienen a un hermano, a una sobrina o a un cuñado empeñados en la lucha contra el maldito virus.

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