Ahora no abre hasta las 8:30. Y cierra a mediodía porque su madre, que se encargaba del negocio cuando él terminaba su turno, no sale de casa. Y porque la clientela ha disminuido.
Todas las mañanas compruebo que la panadería está abriendo, que aparecen frente a su pequeña cristalera las bandejas de croissants y de madalenas, que van desapareciendo poco a poco, a medida que los vecinos van entrando en el pequeño local. De uno en uno, por supuesto.
Hoy, antes de iniciar las tareas habituales, el trabajo a distancia que procuramos cumplir con eficacia y esmero, a pesar de que whatsapp hace difícil el entendimiento, he decidido bajar a comprar un par de esos bollitos que contemplo todas las mañanas desde mi ventana.
Me apetecía sentir su sabor dulce y su textura esponjosa. Pero también me apetecía decirle al muchacho de la panadería que es un consuelo verle cada día haciendo lo mismo que hacía antes de que la tempestad vírica derrumbase nuestra vida cotidiana.
Que él es una especie de símbolo de que la vida no se nos ha roto del todo.
A la postre, sólo me ha salido una frase después de pagar mi compra. Gracias por estar aquí.
(Las fotos son de facebook)
2 comentarios:
Es de agradecer ver lo cotidiano en estos días y sobre todo, a los habitantes cotidianos.
Precioso tu escrito.
Besicos muchos.
Los héroes del trabajo cotidiano. Más necesarios que nunca.
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