En uno de los blogs amigos, el de Vida y sendero, Mari Carmen proponía a sus lectores escribir un texto sobre un árbol. Seguramente, todos tenemos algún recuerdo en el que interviene un árbol. Un jardín, una calle, un parque donde había (o sigue habiendo) un árbol que está ligado a nuestra memoria.
Pero yo quiero hablar de un árbol que no conozco. Encontré este árbol (que en realidad no es uno, sino muchos árboles) en un libro de Ryszard Kapuscinski, titulado “Ebano”.
“Cuando llega el mediodía y el cielo se vuelve blanco de tanto calor, en la sombra del árbol se protege todo el mundo: los niños y los adultos y, si en la aldea hay ganado, también las vacas, las ovejas y las cabras. Resulta mejor pasar el calor del mediodía bajo el árbol que dentro de la choza de barro. En la choza no hay sitio y el ambiente es asfixiante, mientras que bajo el árbol hay espacio y esperanza de que sople un poco de viento."
Kapuscinski relata en este libro sus impresiones y sus experiencias en el continente africano, a donde se desplazó en los años sesenta del siglo XX como corresponsal de una agencia de prensa de Polonia, su país natal. Kapuscinski, al que vuelvo aquí a nombrar como maestro de periodistas, anotaba todo lo que veía, advertía y pensaba a lo largo de sus jornadas laborales en aldeas y ciudades de África. Con las notas de esos papeles, que no incluía en sus crónicas diarias, elaboraría años después este magnífico libro que nos convendría leer a todos los europeos.
Sigo con su narración. “El que viaja por los altiplanos de Africa, por la infinitud del Sahel y de la sabana, siempre contempla el mismo y asombroso cuadro que no cesa de repetirse: en las inmensas extensiones de una tierra quemada por el sol y cubierta por la arena, en unas llanuras donde crece una hierba seca y amarillenta, cada cierto tiempo aparece, solitario, un árbol de copa ancha y ramificada. (…) ¿De donde ha salido el árbol en este muerto paisaje lunar? "
Cuenta el periodista que junto a esos árboles solitarios siempre existe una aldea, un montoncito de cabañas cuyos habitantes viven al amparo de su sombra. Por la mañana los niños se reúnen con el maestro para recibir sus clases. Luego vienen los mayores, que se juntan para comer o charlar, para dirimir en asamblea sus conflictos y decidir las medidas con las que ajustar el porvenir de la comunidad. Cae la noche y todavía hay algunas personas bajo el árbol. Unas cuentan leyendas sobre sus antepasados, otras las escuchan y memorizan para contarselas a sus hijos y a sus nietos. Se bebe té, se enciende una hoguera, se escucha revolotear un pájaro entre las ramas. O quizás sea un espíritu señalando a los humanos que es tiempo de recogerse en sus cabañas y descansar hasta el alba. Porque la noche pertenece a los espíritus, que también participan del cobijo del árbol.
El árbol, concluye Kapuscinski, en África es la vida.
domingo, 25 de mayo de 2008
El árbol de África
viernes, 23 de mayo de 2008
De tristezas y romanos
“Él condena tajantemente a todos aquellos y a todas aquellas que, bajo el pretexto que fuere, se sustraen a la comunidad de los humanos, en cuyo seno tenemos el deber de presentar siempre un rostro sereno. La visión de la tristeza, me dice, es contagiosa y no tenemos derecho a trasmitir a otro la que podamos sentir nosotros”.
Este párrafo pertenece a un libro de Pierre Grimal (1912-1996), historiador y profesor de la Sorbona. Grimal escribió unas supuestas memorias de Agripina la Menor, tercera o cuarta esposa del emperador romano Claudio, ese hombre cojo y convulsivo, a quien tanto admiramos en la serie que hizo la BBC en 1976, basándose en una obra del escritor Robert Graves.
Agripina es visitada, cuando ya está apartada de los ámbitos de poder, que ejerce despóticamente su hijo Nerón, por su amigo Séneca. Es él quien emite un juicio condenando a quienes incumplen su obligación de convivir con “rostro sereno”, sin tristezas y malos rollos que podríamos contagiar a los seres que nos rodean. La tristeza es poderosa cuando nos agarra con sus potentes brazos, pero, deduzco de lo que he leído, que es obligación de quien cae en sus redes luchar contra ella, como luchamos contra la enfermedad cuando nos invade el cuerpo.
Continúa la cita. “La tristeza es, como afirman sus amigos los filósofos, un vicio del alma, es contraria a la vida misma. Cuando perdemos a un ser querido es natural que derramemos lágrimas y sollocemos, pero debemos aceptar el hecho de que esa tristeza vaya disminuyendo. Si no, se convierte en una pasión tan peligrosa como el amor, como la ambición y el ansia de dinero”.
Debiéramos tratar de seguir la filosofía de Séneca y aplicarnos pomadas y ungüentos sobre las heridas para no infectar con nuestra tristeza a quienes se topen con nosotros cuando salgamos de nuestra madriguera.
El libro se titula "Memorias de Agripina", de Pierre Grimal. Hay una edición de el País, de 1995.
lunes, 19 de mayo de 2008
Rodin en Madrid
François-Auguste-René Rodin nació en París en el año 1840 y vivió hasta los 77 años dejando un legado escultórico que hoy se agrupa en uno de los museos más bellos de la capital francesa.
El Museo Rodin, situado en 79 Rue de Varenne, en las cercanías de la Torre Eiffel y de las orillas del Sena, es una de las instituciones de las que un viajero no puede prescindir cuando visita París. Esta es una vista desde sus jardines.
Las esculturas más voluminosas del artista se hallan entre árboles y arbustos. El paseo por el jardín, si el tiempo se acompaña de sol, es tan agradable como la visión de las obras del maestro Rodin. El pensador, El beso, Las puertas del infierno, Los burgueses de Calais están en este recinto.
La obra titulada El beso se encuentra estos días en Madrid, formando parte de una exposición organizada por la Fundación Mapfre en su sala de Exposiciones, situada en las inmediaciones de la Castellana. La muestra se titula "El cuerpo desnudo" y consta de dibujos realizados por Rodin y de una veintena de obras escultóricas traídas desde París.

sábado, 10 de mayo de 2008
La reina del Museo
¿Quién es ésta? pregunta el visitante, que se ha detenido frente a la estatua sedente de una mujer de mármol, acoplada junto a una de las escaleras del museo. ¿Es una diosa? ¿Es una reina? Y aquí ¿qué pinta?
Pintar, no pinta nada, porque no hay cuadro que lleve su rúbrica en las salas inmediatas. Pero su emplazamiento en el museo, se lo tiene bien merecido Isabel de Braganza. Era hija del rey portugués Juan VI, y de una infanta española, Carlota Joaquina. Vino a España en 1816 para casarse con Fernando VII, un rey chulo y egoísta, que era hermano de su madre. Ella tenía diecinueve años, su tío el rey tenía treinta y dos. Todavía se apreciaban en Madrid cuando a la ciudad llegó la joven Isabel los efectos de la guerra librada por los españoles contra las tropas de Napoleón.
La pobre reina fracasó en sus intentos de conquistar el amor de su marido, que prefería holgarse con mujeres de menor rango social. Pero logró, sin embargo, convencer al nefasto Fernando para que emprendiera la creación de una gran pinacoteca, cuyo esplendor ella no llegaría a contemplar pues falleció de un mal parto a los dos años de matrimonio.
En uno de los márgenes del paseo del Prado se alzaba el esqueleto de un vasto caserón, proyectado por el arquitecto Juan de Villanueva para sede del Gabinete de Historia Natural, que había creado por Carlos III en 1772. A instancias de su esposa, Fernando VII contrató a Antonio López Aguado, discípulo de Villanueva, para que rehabilitase el edificio y lo acondicionara para dedicarlo a Museo Real de Pinturas y Esculturas.
Como tal se inauguró en 1819, contándose tres salas y 311 obras de arte, muchas de las cuales procedían de las colecciones reales. En 1828 había ya siete salas abiertas, con 755 cuadros. A raíz de la revolución de 1868, la pinacoteca pasó a depender del estado, y cambió su título por el de Museo nacional del Prado. Poco después, se añadieron a sus fondos las tres mil piezas del Museo de la Trinidad, que procedían de los conventos desamortizados por el ministro Mendizábal en 1836.
No ha dejado el Prado de aumentar sus espacios, sus colecciones y su prestigio en sus casi dos siglos de existencia. El último proceso de ampliación, firmado por Rafael Moneo, se terminó en diciembre de 2007 y significó un aumento de su superficie en 22.000 metros cuadrados.

¿Qué diría la reina portuguesa, cuya estancia en Madrid fue tan breve, si pudiera ver las colas de visitantes que se agolpan cada mañana a las puertas de la magnífica pinacoteca que ella alentó?
Se merece esta Isabel el pedestal sobre el que está sentada en el Museo.
jueves, 8 de mayo de 2008
Egido y la independencia
Luciano González Egido es un escritor castellano, que se dio a conocer a los 65 años con una novela que deslumbró a críticos y lectores: "El cuarzo rojo de Salamanca" (Tusquets, 1993) . En ella, el autor, que antes había ejercido como profesor, como colaborador de prensa y como crítico de cine, narraba la entrada de las tropas de Napoleón en la ciudad en la que él nació.
Hoy encuentro en el diario El país un artículo de Egido sobre los fastos del 2 de mayo. Su opinión es muy valiosa por los vastos conocimientos y por la categoría intelectual del autor.
"Cuando estaba preparando mi primera novela, El cuarzo rojo de Salamanca (1993), sobre la francesada en mi ciudad, traté de ilustrarme sobre los entresijos de aquella guerra y se me fue haciendo evidente que los verdaderos héroes de aquella batalla, sin menoscabo de los heroísmos individuales del pueblo, fueron los afrancesados, divididos entre sus ideas liberales y su rechazo de la invasión napoleónica, digamos, entre su pensamiento y su corazón, si es posible aceptar esta separación, por aquello que decía Unamuno de siente la cabeza y piensa el corazón.
Que se lo digan a Goya, que tuvo que sufrir el exilio y encontrar la muerte en Burdeos, muy lejos de España, como consecuencia de la persecución de sus ideas por el rey Fernando VII, heredero de la España castiza, que endiosó la guerra de la Independencia, sacralizándola y colocándola en el altar de sus devociones, que no de la libertad. Goya vio la carga de los mamelucos en la Puerta del Sol desde una ventana de la calle del Arenal y perpetuó aquel gesto en un cuadro inmortal. Después, en su estudio, cambió los retratos de los generales franceses que había pintado por los retratos de los generales españoles, lo que no le sirvió para nada, porque, a fin de cuentas, tuvo que salir del país por piernas antes de que el casticismo nacional lo liquidase".
Egido diferencia en su artículo entre independencia y libertad, pone en cuestión ciertos valores patrioticos (o patrioteros) que se exaltan desde las instituciones y se detiene a analizar el papel que los representantes de la iglesia católica ejercieron en la contienda.
"En los levantamientos populares contra el invasor, tuvieron mucha participación los púlpitos, que excitaban las conciencias de sus feligreses para considerar a los franceses como enviados por el demonio a colonizar la católica España, camuflando así sus intereses como el interés general. Incluso corrió de mano en mano un catecismo, en forma de preguntas y respuestas, en el que, imitando los textos de las sacristías, podían leerse cosas como éstas: "¿Quién eres tú, niño? Español, por la gracia de Dios. ¿Qué son los franceses? Antiguos cristianos convertidos en herejes".
Pero lo mejor es que, si tenéis tres o cuatro minutos, leáis el artículo completo de este gran escritor. Lo encontraréis pinchando aquí.
miércoles, 7 de mayo de 2008
El quinto hijo
“Que no había dejado que asesinaran a Ben, se defendía ella indignada, mentalmente, nunca en voz alta. Precisamente por todo lo que defendían ellos (la sociedad a la que ella pertenecía), por todo aquello en lo que creían, ella no había tenido más alternativa que sacar a Ben de aquel lugar. Y precisamente por haberlo hecho y por haber impedido así que le asesinaran, había destruido a su familia”
Estoy a pocas páginas del final del libro que he metido en la maleta. Lo escogí cuando preparaba el viaje porque es de volumen reducido, poco pesado, y porque me dejó una huella positiva cuando lo leí hace años. Podía ser un compañero adecuado para las noches de hotel y los ratos vacíos que quedan en los viajes. Pero no recordaba entonces el terror, la desazón, la zozobra que siente el lector en ciertas páginas.
No estoy hablando de una novela de misterio, ni de crímenes. Estoy leyendo “El quinto hijo”, de Doris Lessing, la escritora que recibió el Premio Novel en 2007 y que unos años antes, en 2001, anduvo paseando por España para recoger el Premio Príncipe de Asturias de las Letras.
La historia comienza cuando David y Harriet, dos jóvenes con ideas paralelas, se conocen en una fiesta que les aburre y deciden emprender una vida familiar intensa. Compran una gran casa en las afueras de Londres y se ponen a la tarea de engendrar a los ocho hijos que desean. Las familias de uno y de otra asisten a los constantes embarazos de Harriet con cierto estupor. Pero a los prolíficos progenitores no les amilanan sus opiniones. Nacen los cuatro primeros vástagos en un plazo breve de tiempo. Las cosas marchan como David y Harriet han planeado. Pero cuando ella se queda embarazada por quinta vez, todo se tuerce. Desde que el feto empieza a moverse en el vientre materno, Harriet adivina que algo está saliendo mal.“Tenía la impresión de contemplar a través de él una raza que había llegado a su cima miles y miles de años antes de que la humanidad hubiese llegado a su etapa actual”, escribe Lessing. Ha transcurrido el tiempo, los hijos han crecido y se han refugiado en el hogar de los abuelos o en los internados. David se dedica a trabajar y a ganar dinero. Harriet sigue cuidando a su quinto hijo. ¿Quién es Ben? ¿Un extraterrestre, un primitivo, un animal?
Doris Lessing es una autora prolífica y comprometida con las causas en las que cree. Vivió su infancia y su adolescencia en Rodhesia, a donde sus padres se trasladaron a hacer fortuna. Sus críticas a los regímenes políticos que conoció de cerca le valieron la expulsión del área surafricana durante muchos años. Además es un icono de las reivindicaciones feministas.
También tiene sus detractores. Por ejemplo, el famoso crítico literario Harold Bloom, calificó el trabajo de Lessing de ladrillo y de cuarta categoría.
miércoles, 30 de abril de 2008
Ventanas de Nueva York
“Escribo sentado en una silla de hierro en Bryant Park, en la mañana de noviembre que tiene una calidez de primavera regresada, de luz de abril que llega a la ciudad saltándose el invierno. Me siento y abro mi cuaderno por una hoja en blanco, como si me dispusiera a dibujar, como un impresionista que sale del estudio donde los pintores estuvieron confinados cuatrocientos años para pintar del natural, al aire libre”.
Ese hombre de rasgos hispanos que abre su cuaderno para escribir, tiene el vicio de la literatura desde el tiempo de su adolescencia. Ha venido a impartir clases en Nueva York y emplea las horas desocupadas en pasear por la ciudad tomando notas de la gente con la que se cruza, de los altos edificios bajo los que pasa, de los olores de mil cocinas distintas y de mil contenedores de basuras sin recoger, de la música callejera que estalla en las esquinas o en los recovecos de Central Park… Nueva York es un conglomerado de colores y aromas, de tipos y actitudes, de encantos y señuelos.
El escritor apunta con profusión de detalles todas las sensaciones que la ciudad le provoca aunque, como él hará constar cuando redacte definitivamente el libro que contendrá sus experiencias, “escribir es una carrera contra el tiempo en la que uno siempre se queda rezagado y acaba vencido”.
El hombre ha nacido en Úbeda (Jaén), y hace años que sus novelas y relatos son muy apreciados en España. Se llama Antonio Muñoz Molina y tal vez no sepa todavía qué va a hacer con esas notas que se le amontonan en las páginas del cuaderno, las que toma cuando sale a pasear a las calles otoñales o cuando se asoma a las ventanas de Manhattan, que le darán título a su diario de viaje.
“Me acuerdo de asomarme paralizado por el vértigo a uno de los ventanales como anchas paredes de cristal en el último piso de una de las Torres Gemelas, que ya no existen, viendo desplegarse a mis pies el bosque ilimitado de las arquitecturas de Manhattan, difuminado hacia el norte más allá del rectángulo exacto de Central Park”, escribe tres años después del macabro derrumbamiento de las torres ante los ojos espeluznados del mundo entero.
Los escritores salen de casa y viajan con sus bolígrafos y sus papeles blancos porque en cualquier esquina, en cualquier umbral, en medio de un jardín, a las sombra de una estatua o a la vista de un individuo que canta en medio de la acera, pueden sentir la apremiante necesidad de escribir y describir lo que ven y lo que sienten. Las musas siempre los encuentran con las armas preparadas y el ánimo dispuesto a la escritura.
“A mí lo que más me ha importado es contar la parte de celebración de la vida que tiene lugar en esa ciudad concreta, una ciudad en permanente construcción", decía Muñoz Molina en una entrevista de prensa, cuando se publicó “Ventanas de Manhattan”, en el año 2004.
Termino con otra cita textual: “La ventana daba a la calle, a la altura del piso décimo o undécimo, frente a las ventanas iluminadas y a las cúpulas futuristas del hotel Waldorf Astoria, que brillaban de noche con una fantasmagoría de cine en blanco y negro, como si de un momento a otro pudiera verse a King Kong trepando por sus cresterías de bronce. Apoyando la cara en el cristal se veía muy abajo el tráfico de la avenida, que llegaba a la habitación con un rumor de oleaje lejano.”
sábado, 26 de abril de 2008
Maestro de periodistas
A Kapucinsky se le cita con frecuencia en los medios de comunicación. Es un maestro en el oficio, un hombre que llevaba el periodismo en la sangre y lo practicaba con dignidad. Ante los jóvenes que le admiraban, Kapuscinsky abogaba por un periodismo en el que la denuncia de las situaciones anómalas, maléficas para el ser humano, prevaleciera sobre los intereses empresariales y mercantiles de los medios de comunicación. Un periodismo en el que la verdad no fuera nunca eclipsada ni mediatizada por la propaganda a la que son tan proclives los gobernantes políticos y los potentados de todos los países del orbe.
De Kapuscinsky hay que leer unos cuantos libros en los que el maestro explica las circunstancias, las penurias o los conflictos de los lugares a los que él ha acudido, primero como corresponsal de una agencia polaca y, después, como periodista de renombre internacional. Además, los textos están escritos en un lenguaje tan preciso y tan correcto que subyuga al lector, lo atrapa y lo conmueve.
Leyendo “Ébano”, entras en el corazón de África. Si lo lees con mentalidad abierta, empiezas a entender cómo siente y mira la gente que ha nacido en los países subsaharianos.
Yo quiero aportar aquí una cita de un folleto que recoge la intervención de Kapuscinsky en un taller sobre nuevo periodismo, celebrado en 2002 en Buenos Aires.
“Para producir una página debimos haber leído cien. Ni una menos. Antes de escribir cualquiera de mis libros, leí unos doscientos sobre cada uno de sus temas. En algún sentido, escribir es la menos parte de nuestro trabajo”.
Esta fórmula debía ser adoptada por ciertos escritores actuales, esos individuos que sacan un libro de trescientas o cuatrocientas páginas cada seis meses, sorprendiendo su fertilidad a los lectores que los encuentran en los mostradores de las librerías. ¿Acaso ellos no consultan otros libros antes de escribir los suyos, como recomienda Kapuscinsky?
jueves, 24 de abril de 2008
Palabras de Gelman
Esto dijo Juan Gelman, el poeta laureado, el abuelo que encontró a su nieta muchos años después de que ella naciera. Lo dijo en la Universidad de Alcalá de Henares, donde ayer recibió el Premio Cervantes. Hoy los medios de comunicación nos transmiten, una a una, todas sus palabras:
"Hoy celebro nuevamente a una España empeñada en rescatar su memoria histórica, único camino para construir una conciencia cívica sólida que abra las puertas al futuro. Ya no vivimos en la Grecia del siglo V antes de Cristo en que los ciudadanos eran obligados a olvidar por decreto. Esa clase de olvido es imposible. Bien lo sabemos en nuestro Cono Sur. "
"Hay quienes vilipendian este esfuerzo de memoria. Dicen que no hay que remover el pasado, que no hay que tener ojos en la nuca, que hay que mirar hacia adelante y no encarnizarse en reabrir viejas heridas. Están perfectamente equivocados. Las heridas aún no están cerradas. Laten en el subsuelo de la sociedad como un cáncer sin sosiego. Su único tratamiento es la verdad. Y luego, la justicia. Sólo así es posible el olvido verdadero.
"La memoria es memoria si es presente y así como Don Quijote limpiaba sus armas, hay que limpiar el pasado para que entre en su pasado. Y sospecho que no pocos de quienes preconizan la destitución del pasado en general, en realidad quieren la destitución de su pasado en particular".
Y sobre la poesía dos apuntes: "Hay millones de espacios sin nombrar y la poesía trabaja y nombra lo que no tiene nombre todavía".
"Marina Tsvetaeva, la gran poeta rusa aniquilada por el estalinismo, recordó alguna vez que el poeta no vive para escribir. Escribe para vivir. "
lunes, 14 de abril de 2008
Más sobre los personajes
"Las memorias de uno están en los personajes que va creando, porque en ellos vas volcando parte de tu biografía, de tus sentimientos, de tus vivencias".
Estas palabras las grabé en casa del escritor Miguel Delibes hace unos años. Recibí de una revista el encargo (suerte la mía) de entrevistar a uno de los literatos que más admiro. Y me fui a Valladolid con una fotógrafa para cumplir la tarea. La entrevista fue larga pero don Miguel contestó con afabilidad y paciencia a todas mis cuestiones, lo cual no ocurre siempre. He hecho entrevistas a personas que me han bostezado, que han respondido con monosílabos a la mayoría de mis preguntas o que se han pasado el rato mirando el reloj. Pero, esas son anécdotas que no vienen a cuento ahora.“La historia (de una novela) es creíble si el personaje es creíble. Un personaje bien tratado, bien construido le obliga al lector a creer todo lo que cuentas de él. Yo he dedicado mucho esfuerzo a construir personaje”, decía Delibes señalando el montón de libros, con su firma en la portada, que colmaban las estanterías.
Yo miraba los volúmenes y los veía a ellos pululando entre los lomos, revoloteando por la habitación: veía al señor Cayo, a Daniel el Mochuelo, a Azarías y Paco el Bajo, a Pacífico Pérez, a Menchu la viuda de Mario…
También estaba Pedro, el protagonista de La sombra del ciprés es alargada, un chaval poseído por un temor obsesivo a la muerte, que suscitó los reproches de los críticos pues no concebían que un niño albergara a tan temprana edad tales pavores. Sin embargo, me contaba Delibes con un pelín de ironía, el personaje era totalmente verosímil porque los miedos de Pedro eran los que él había padecido en su infancia.
¡Qué cantidad de buenas horas de lectura nos ha proporcionado Miguel Delibes! Desde que obtuvo el Premio Nadal en 1948 hasta Los estragos del tiempo, en 1999, ha publicado más de sesenta títulos, algunos de los cuales forman parte de nuestra biografía cultural. ¿Cuál citaría yo? El camino (1950), Las ratas (1962), Viejas historias de Castilla la Vieja, (1964), Cinco horas con Mario (1966), Los santos inocentes (1981) y, por supuesto, El hereje (1999).
Setenta y siete años después

sábado, 12 de abril de 2008
Personajes de novela
Para crear a doña Flora, personaje de su magna novela Octubre, octubre, (Alfaguara, 1983) José Luis Sampedro hubo de recurrir a una artimaña: se compró un audífono estropeado en el Rastro y, durante varias tardes, acudió a una cafetería de San Bernardo donde hacían la tertulia varias mujeres de mediana edad del barrio. Creyendo sordo al parroquiano de la mesa contigua, las buenas señoras comentaban y criticaban a sus anchas, sin bajar la voz ni recatarse. Sampedro sacó de sus conversaciones los hilos suficientes para tejer un personaje que a él, con sus cuarenta años, le caía un poco distante: una mujer de unos sesenta años, que había sido en el pasado cantante y modelo de pintores, y que gozaba de una experiencia vital más dilatada que la del joven catedrático que la inventaría.
"La documentación no se ciñe únicamente a las hemeorectas y las bibliotecas, la vida está en la calle”, dice José Luis Sampedro en su libro Escribir es vivir, ( Plaza y Janés, 2005) del que ya hablé hace tres o cuatro días. El libro se basa en el curso sobre su biografía y su obra, que impartió el escritor en la Universidad Menéndez Pelayo de Santander, en julio de 2003.
Sampedro relata los sucesos que marcaron su afición a las letras y desvela algunas claves de su literatura y de sus métodos para componer los personajes de sus novelas. Asunto éste que a todo lector le habrá intrigado alguna vez. ¿De dónde toma un autor el material para construir un personaje de ficción? ¿Cuánta dosis de realidad hay que utilizar para engendrarlo? ¿Cuánta de imaginación? ¿Hasta qué punto se pueden copiar modelos del entorno?
Muchas veces los escritores han de responder a estas preguntas. Sus respuestas suelen ser diferentes. Unos dicen que reflejan a personas que conocen, cambiándoles el físico o el temperamento. Otros aluden a personajes históricos como fuente de inspiración. Otros aseguran que componen los tipos tomando prestadas características de aquí, de allá o de acullá. Otros, incluso, afirman que han extraído de sí, de sus apetencias y aspiraciones íntimas, el material necesario para forjar una personalidad de papel.
¿Por qué a nosotros, los lectores, unos personajes nos parecen más creíbles, más sólidos, más cercanos que otros? ¿Por qué simpatizamos con unos y a otros los detestamos? ¿Por qué a veces nos fastidia el bueno y nos encandila el malo, el tonto, el secundario?
¿No os ha dado a vosotros ganas alguna vez de dejar un libro, una novela porque no tragabais al personaje principal?
martes, 8 de abril de 2008
En el cuarto de baño
El ruido del agua que fluye de la cisterna ahoga, durante unos instantes, el griterío que llega desde el piso de abajo. No se entienden las palabras que las mujeres profieren, pero el tono de sus voces indica que ya han iniciado una de sus frecuentes discusiones. Natalia comprueba la hora en el reloj plastificado que ha colocado en la repisa donde se apilan las toallas y se alinean los frascos de colonia y los desodorantes: las siete y veinticinco. El horario se cumple con precisión.
Este es el primer párrafo de la novela de una amiga mía, que está buscando un editor. La historia comienza en un cuarto de baño, cuando una de las protagonistas está cumpliendo el ritual higiénico diario, antes de salir hacia su trabajo, en una clínica odontológica. La mujer se lava, se peina y se maquilla mientras escucha los chillidos de las inquilinas del piso inferior, a las que conocerá unas páginas más adelante.
No se utiliza con mucha frecuencia el cuarto de baño como escenario de los avatares que se narran en las novelas, pero lo cierto es que entre sus paredes alicatadas el personaje de ficción (igual que les ocurre a las personas reales) se encuentra a solas consigo mismo durante un plazo de tiempo lo bastante prolongado como para tomar decisiones importantes, reconstruir los sueños nocturnos, reflexionar sobre lo divino y lo humano, programarse las actividades de la jornada, especular sobre sus relaciones familiares o amistosas.
¿Quién no se ha encerrado alguna vez en el baño a llorar o a pegar puñetazos, a leer revistas prohibidas o a parlotear con su alter ego, el que se refleja en el espejo que cuelga sobre el lavabo?
“Pueden buscar en vano en las páginas de Walter Sccot sin encontrar ni una sola mención de los cuartos de baño”, decía Margaret Atwood en una conferencia, que está recogida en el libro titulado “La maldición de Eva” (Lumen, 2006). Caso diferente es el de Javier Marías, que alude a esta pieza de la casa en el primer párrafo de su novela “Corazón tan blanco”, (Alfaguara, 1999):
“No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola...”
En la novela de la amiga, a la que aludo en el primer párrafo, hay diversos cuartos de baño en donde los personajes entran no sólo para realizar sus necesidades fisiológicas, sino también para esconderse, para refugiarse de los peligros del mundo y de las miradas indiscretas, para marcar una pausa antes de seguir peleando con las adversidades de su existencia, para calmarse los nervios o, incluso, para intentar vomitar porque les arden las vísceras a causa de unas palabras afectuosas que no han conseguido digerir.
En algún sitio he leído que Agatha Christie maquinaba algunas de las escenas de sus novelas de misterio en el cuarto de baño. A mí no me extraña nada.
(He cogido las ilustraciones en internet. No constaba el nombre del autor).
domingo, 6 de abril de 2008
El rastro de Gaugin
Uno de los pintores que influiría en Modigliani durante la estancia del italiano en París (1906-1920) sería Paul Gaugin, que había muerto en 1903 en Atuona, en las Islas Marquesas. El rastro del pintor francés se esparcía por la capital en la que Modigliani creaba sus obras imperecederas, y se reseña ahora en uno de los capítulos de la exposición que organiza en Madrid el Museo Thyssen, lo que me arrastra hasta la estantería donde guardo el libro en el que Mario Vargas Llosa relata los últimos años de la vida de Koke, el nombre que le daban a Paul sus amigos polinesios.

A Gaugin hoy se le considera un genio, un maestro de la plástica, y sobre su memoria llueven los elogios. Pero su vida le fue muy difícil por las críticas personales, la penuria económica y las enfermedades. La sífilis y la lepra le restaron energía, le robaron el bienestar y la visión y, al cabo, acabaron con su vida cuando contaba cincuenta y cinco años.
Sin embargo en la obra de Vargas Llosa, El paraíso en la otra esquina, Gaugin no parece un desdichado. No. Es un hombre que ha conseguido dedicarse a su pasión, la pintura, después de gastar su juventud trabajando, con éxito pecuniario y social pero sin afición, en la Bolsa de París. El amor al arte, cuando se cuela con toda la potencia en la vida de Paul, le lleva a romper con su familia, con su itinerario laboral, con la ciudad en la que ha vivido desde su nacimiento.
Con Vargas Llosa asistimos al hallazgo de la pintura por parte de Gaugin, a sus inicios como artista, al reconocimiento de sus colegas, a su desbordada ilusión por crear, al alejamiento de su mujer y de sus hijos, a los tiempos de miseria y pensiones de mala muerte, a su decisión de escapar de la civilización y a su búsqueda desaforada del mundo salvaje donde él espera hallar su autenticidad como hombre y la apoteosis de su creatividad.
Todos los episodios de esa biografía se van sucediendo en la novela de Vargas Llosa, intercalándose con los dedicados a una segunda protagonista, que en ningún momento conoce al pintor, pese a que él es su nieto: Flora Tristán, la mujer que quiso ser “abanderada de lar evolucion que liberaría a las mujeres de la esclavitud y a los pobres del mundo de la explotación”. Forjando una doble estructura, el escritor vincula a dos personajes de trayectoria vital muy diferente, a los que no sólo liga la sangre sino también, y sobre todo, su negativa a plegarse a las normas de un mundo al que le falta justicia y ecuanimidad.
Gaugin muere en las islas Marquesas y la noticia se transmite con desidia a Francia, donde un día la obra de Paul será reverenciada y loada. Pero el artista muere casi solo, rodeado de gatos salvajes, acaso tranquilo porque va a descansar.
¡Cuántos grandes artistas han llevado una existencia complicadísima, dolorosa, adversa! Pero, me pregunto, si su vida hubiera sido más fácil, más cómoda ¿habrían sido mejores creadores? ¿Más prolíficos? ¿O, acaso se habrían dormido en los laureles?
viernes, 4 de abril de 2008
Modigliani en Madrid
En 1906 el italiano Amedeo Modigliani inicia en París una carrera artística que no sería larga, pero sí fructífera. La capital francesa era en esa época el centro de los movimientos de la vanguardia cultural europea. Allí conoció Modigliani la obra de Picasso, Toulouse-Lautrec, Diego Ribera, Cezanne, Juan Gris, contactó con marchantes, escritores y demás personajes relacionados con la plástica y las letras. Allí desarrolló su genio durante catorce años.
La biografía de Modigliani está llena de avatares y desdichas. Sus problemas económicos, sus enfermedades y sus relaciones personales, a veces conflictivas, no le impidieron encontrar en la pintura y la escultura un estilo propio, que sigue admirando, casi un siglo después, a los que nos acercamos a la exposición de sus retratos, sus desnudos y sus paisajes.
En Madrid tenemos en estos días dos exposiciones que se complementan bajo un lema común: Modigliani y su tiempo.
La primera se ubica en el Museo Thyssen-Bornemisza, en el paseo del Prado número 8 y en ella se exponen los primeros cuadros del autor, desnudos y retratos de su época de apogeo, y obras de otros pintores que coincidieron con él en París.
La segunda exposición se aloja en la Casa de las Alhajas, una pintoresca sala de la Fundación Cajamadrid, ubicada en el número 1 de la Plaza de San Martín (junto a la plaza de las Descalzas). En este espacio se cuelgan también desnudos y retratos de Modigliani, paisajes, dibujos y fotografías del pintor y sus amigos. El acceso a estas instalaciones es gratuito.
Siendo en Madrid la oferta cultural tan amplia en esta primavera que comienza, os aconsejo que si andáis por aquí no os perdáis estas dos importantes muestras que agrupan el magnífico legado de Modigliani. Estarán abiertas hasta el 18 de mayo.
miércoles, 2 de abril de 2008
José Luis y Olga
José Luis Sampedro me acompaña estos días en mis trayectos de autobús o de metro y en los tiempos de espera. En enero salió en edición de bolsillo “Escribir es vivir”, una especie de biografía, elaborada por su mujer, Olga Lucas, a partir de un cursillo que impartió el escritor en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, de Santander, en julio de 2003. El libro cabe en el bolso y pesa poco: un formato ideal para andar con él por la ciudad.
Sampedro relata en sus páginas la vida de un chico que nació en Tánger y se educó en diversos lugares de España, que sacó unas oposiciones y consiguió un trabajo en Aduanas, que estudió una carrera y trabajó en una entidad bancaria, ligando todas esas experiencias a su formación como escritor y a la redacción de sus primeras obras, antes de darse a conocer como el magnífico literato en el que hoy le tenemos. Todos sus avances profesionales, sus éxitos y las alabanzas recibidas se exponen sin altanería ni envanecimiento, lo que demuestra la elevada categoría humana del hombre que narra.
Mientras espero mi turno ante la consulta del médico, que va a darme un pinchazo doloroso en la muñeca, me traslado a Santander para seguir escuchando al maestro. Sampedro está hablando de su experiencia como profesor de Estructura Económica en la Universidad. Y entonces interviene ella, Olga Lucas, la mujer que anota su discurso para trasladarlo después al libro que llegará a los lectores.
Un impulso me lleva a las últimas páginas del volumen, donde encuentro dos epílogos, uno del propio autor, reconociendo el valioso trabajo de su auxiliar de cátedra, su esposa, y otro firmado por ella, por Olga Lucas, en el que revela sus estados de ánimos en los días en que asistía al curso dedicado a la obra de José Luis Sampedro en la Universidad Menéndez Pelayo.
Unas fechas antes de viajar a Santander Olga había sido operada de un cáncer de mama. Cuando empezaron las sesiones, la mujer seguía con los vendajes de la herida. Había pedido el alta anticipada en el hospital para estar en la universidad con el escritor, y eso la obligaba a curarse ella misma y cambiarse los apósitos, faena dura y dolorosa por demás.
“Hacer este viaje en estas condiciones a mucha gente le parece una insensatez. Puede que lo sea, pero gracias a esta insensatez no estoy ahora con mi compañera María llorando nuestra desgracia. Gracias a esta insensatez le estoy demostrando a mi entorno que soy fuerte”.
Esa insensatez de Olga me permite ahora tener este libro entre las manos. Un libro que recomiendo a todos los que amen la lectura, porque reúne calidad y amenidad, corazón e inteligencia, sentimientos y lucha.
Cuando me llama la enfermera para que entre en la consulta, tengo los ojos empañados. He perdido cualquier atisbo de temor por el pinchazo en este rato de espera con Olga y José Luis.
lunes, 31 de marzo de 2008
Africanas
“No pienso volver a casarme”, dice con calma una joven viuda desde la pantalla de mi televisor. Sus palabras serenas retumban en la habitación. “Los hombres que quieren heredar a una mujer son en su mayoría unos gandules que sólo se preocupan de tener comida para ellos”, dice Agnes Achila, la mujer que habla ante la cámara sin perder el aplomo.
Agnes vive en una aldea de Kenya, a orillas del lago Victoria. Es costumbre allí que las viudas sean entregadas a otro hombre cuando pierden a su marido. El consejo de ancianos de la comunidad se reune para designar al varón que ha de heredar a la viuda. A ella no se le consulta su opinión o su preferencia. Ni se acepta que quiera vivir sola, cultivando su tierra y criando a sus hijos.
Pero Agnes y otras mujeres tan valientes como ella, han decidido contravenir las normas. Los reporteros del programa de TVE En portada las han entrevistado. sus testimonios van surgiendo en la pantalla de mi televisor, a tantos kilómetros de distancia y de comodidades de la aldehuela keniana.
Helen Anyango, líder del grupo feminista Helga dice que, aunque ella lo prefiere, es difícil vivir sin un hombre porque hay tareas que les están reservadas a los varones; las mujeres tienen que sortear muchos obstáculos para cultivar la tierra, levantar viviendas, conseguir el dinero que necesitan para su manutención, la de sus hijos y la de los huérfanos que la miseria y las guerras han dejado a su alrededor. El objetivo de Helga es superar, merced a la unión de todas esas mujeres audaces, las trabas que la comunidad pone a las que quieren ser independientes.
Phoebe, otra viuda, cuenta que el grupo Okangi ha surgido para concienciar a las mujeres que están solas de que pueden apañarse para vivir su vida sin el concurso de un hombre y para concienciar a las otras, las que sí están metidas en la vereda de las tradiciones, de que han de respetar a las que son diferentes a ellas. Okangi trata de que las mujeres creen pequeños negocios para mantenerse e inculca a todas, adultas y niñas, la conveniencia de adquirir una formación para superar los obstáculos, la pobreza y el temor.
Conmovedor el reportaje titulado "Africanas, en el corazón de la vida". Lástima que no pueda aportar un enlace para quienes no lo vieron en televisión, porque no lo he hallado.
jueves, 27 de marzo de 2008
Trabajarse la felicidad

Debe tener razón el hombre que pronuncia tal afirmación porque es un reputado psiquiatra, que ha ejercido como presidente ejecutivo del Sistema de Sanidad y Hospitales Públicos de Nueva York, en cuya Universidad imparte clases. Se llama Luis Rojas Marcos y hoy llena la última página del diario El País porque acaba de publicar su último libro, Convivir (Aguilar, 2008).
La bibliografía de Rojas Marcos está impregnada de mensajes positivos. 'La ciudad y sus desafíos', 'La pareja rota', 'Las semillas de la violencia' (Premio Espasa Ensayo 1995), 'Nuestra felicidad', 'Más allá del 11 de septiembre', 'La fuerza del optimismo' y 'La autoestima: Nuestra fuerza interior', son títulos muy recomendables.
Me quedo con otras tres frases de la entrevista:
"Las personas que no pueden relacionarse son las que más sufren".
"Optimista es el que tiene esperanza, se perdona los fallos y no se echa la culpa de todo".
"La felicidad, como el deporte, hay que trabajársela".
miércoles, 26 de marzo de 2008
La inmortalidad, según Gómez Rufo
Dentro de treinta, de cuarenta años, Vinicio Salazar seguirá con vida y con salud, a pesar de que ya ha rebasado la sesentena. El dinero le ha servido a este magnate para comprar la inmortalidad y su laxa conciencia no le ha impedido consentir en que se utilicen en la revitalización de su anatomía sustancias u órganos adquiridos por métodos que rayan en lo delictivo.
Con su cuerpo rejuvenecido y un sinfín de placeres a su alcance, Salazar no es, sin embargo, un hombre feliz. Su hija ha muerto, derrotada por una enfermedad para la que él no pudo comprar remedio. Su segunda esposa también ha sucumbido al mal. A sus ausencias se suma al temor que siente el millonario frente a un futuro que se anuncia inclemente, doloroso para la humanidad. ¿Merecerá la pena de seguir adelante? ¿Para que vivir eternamente si los augurios son tan alarmantes?
Las preguntas de Vinicio Salazar se repiten en la mente del lector que se adentra en las páginas de La noche del Tamarindo, (Planeta, 2008). Antonio Gómez Rufo, autor de esta novela inquietante, va uniendo las piezas de un puzle múltiple, que hace temblar al protagonista. El agua se acabará en el planeta, la contaminación arrasará las ciudades y los campos, la vida de los seres humanos se convertirá en una tortura, en una lucha constante contra la adversidad, la basura, el hambre, la miseria. Los seres a los que ame Salazar se irán muriendo de vejez o de enfermedad y la soledad se cebará en sus carnes sanas. ¿Merecerá la pena sobrevivir?
El cambio climático, al que Gómez Rufo, escritor comprometido y concienciado, se refiere en su libro, no es una quimera ni un peligro remoto. Gómez Rufo se basa en documentos y testimonios fidedignos para avisarnos, mediante una historia de ficción, de lo que nos aguarda a los seres humanos si seguimos contribuyendo, con nuestra dejadez y nuestro desmedido afán de explotación, a destrozar el planeta en el que habitamos.

Pero la obra no es sólo una novela de denuncia. La noche del Tamarindo es también una novela de intriga, es un canto al amor y a las relaciones personales y es, por supuesto, un libro de evasión pues, a la par de entretiene (objetivo que la cultura nunca ha de desdeñar), le hace disfrutar al lector con su lenguaje impecable, con su léxico generoso, con sus efectos líricos, con sus descripciones ambientales.
"En los tres años que he tardado en escribir la novela, un año y medio lo dediqué a hacer una investigación previa. Para ello, conté con la ayuda de investigadores del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas, de la Comisión Nacional de Trasplantes, y de médicos especialistas en enfermedades curiosas. La investigación se completó con la localización de exteriores, como si fuera una película, en más de 20 ciudades que aparecen en la trama de la novela. Lugares que conocía personalmente u otras que hoy día, se conocen a través de Internet", dice el autor, en cuya página personal se pueden hallar más datos sobre su obra.
viernes, 14 de marzo de 2008
Tumbas sin nombres

A partir de ahí Rogelio se convierte en el guardián de la tumba, sobre la que planta un palitroque que el hijo pequeño del maestro le trae una noche. Crece la higuera, crece el niño, y Rogelio sigue pegado a la tumba, convertido en una especie de ermitaño al que unos adoran y otros aborrecen. Sus amigos, los otros falangistas, han prosperado con la dictadura pero su poder no es suficiente para desligar a Rogelio del lugar al que se ha vinculado para custodiar los huesos de sus víctimas.

Miles de tumbas esperan en las cunetas a ser abiertas, dice Ramiro Pinilla, el autor de “La higuera” (Tusquets Editores, 2006), como un abanderado de la “memoria histórica” que todavía, setenta años después del conflicto bélico, suscita tantos resquemores en España.
Nadie ha podido impedir, sin embargo, que se hayan encontrado y abierto tumbas, que no estaban señaladas, en campos y carreteras del país donde yacían restos de personas que desaparecieron cuando las tropas franquistas se adueñaran con las armas de sus pueblos y sus aldeas. Nadie ha podido impedir tampoco, el empeño de los hijos y, sobre todo, de los nietos en identificar los restos humanos que han ido apareciendo entre las tierras removidas.
Nadie puede impedir que recordemos a quienes murieron sin juicio, sin culpa y sin razón, y fueron condenados a un olvido que, como el maestro que yace bajo la higuera de Pinilla, no ha conseguido diluir la memoria de su existencia.
(A Antonio, que tanto recuerdo dejó en quienes no alcanzaron a conocerle)