Hace tiempo que el edificio está en obras. Su fachada principal, con una portada churrigueresca bastante llamativa, está cubierta por lonas gigantescas tras las cuales hay que buscar el portalón de entrada. Estamos en la calle de Fuencarral, a cinco minutos andando de la Gran Vía, junto a la estación de metro de Tribunal, una zona donde abundan los comercios y los bares de copas, pero que no suele ser muy transitada por el turismo estival.
El edificio ante el que nos encontramos fue en sus orígenes un Hospicio, donde eran recogidos niños sin familia y ancianos mendigos. A principios del siglo XX, los indigentes y los huérfanos fueron trasladados a otras instituciones porque el vasto inmueble se había deteriorado casi hasta la ruina. No se derribó porque intervinieron en contra de su desaparición una serie de intelectuales, que consiguieron que se convirtiera en Museo Municipal. Como tal fue inaugurado en 1929 con Manuel Machado, el hermano de Antonio, como director.
Desde que se iniciaron las últimas obras de rehabilitación, que todavía durarán varios años más, el Museo sólo expone una mínima parte de sus fondos en una sala que antaño fuera la capilla del Hospicio. Entre las joyas que se exhiben, hay una maqueta de madera de la ciudad, en la que se puede contemplar cómo era Madrid en las primeras décadas del siglo XIX, después de la guerra de la Independencia.
La fabricó el teniente coronel de Artillería, León Gil de Palacio, quien recibió el encargo en noviembre de 1828 y lo dio por cumplido en el mismo mes de 1830. La maqueta, con unas dimensiones de 5,20 x 3,50 metros, perteneció al patrimonio del Estado hasta que le fue cedida al Museo Municipal.
A través de la cristalera que la protege, observo las tapias que rodeaban la villa en el siglo XIX, con sus puertas y portillos (de las que sólo perduran la de Toledo y la de Alcalá, porque la de San Vicente no es la original); observo las torres de las iglesias y los conventos, que abundaban en Madrid antes de que el proceso de Desamortización de Mendizábal provocara el derribo de algunos. Observo los solares sin urbanizar en torno al Palacio Real, al cuartel de Conde Duque, a las crujías del Palacio del Buen Retiro que sobrevivieron a la guerra con los soldados franceses Distingo la Puerta del Sol, todavía sin la forma elíptica actual, la Plaza Mayor, la depresión de la calle Segovia, sobre la que cuarenta años después se alzaría un viaducto.
Podría pasar horas reconociendo las fachadas de madera de los inmuebles cincelados con esmero y detalle por Gil de Palacio, admirando los que ya no existen y no conozco más que por las crónicas de los historiadores y las estampas de los ilustradores que se guardan en museos como éste.
A veces pienso, como piensan los niños en relación a sus juguetes, que me gustaría disminuirme hasta el tamaño adecuado para pasear por esta ciudad de madera en miniatura y perderme en el laberinto de callejuelas y plazoletas vacías, por las que no ha pasado el tiempo desde hace cerca de dos siglos.