En una época de tremendo analfabetismo, cuando la mitad de las mujeres españolas no sabían ni leer ni escribir, las figuras femeninas eran simples excepciones en el panorama social y cultural. Las poquísimas mujeres que habían estudiado y que se esforzaban en sus labores creativas (la pintora Maruja Mallo, por ejemplo) tenían que aguantar que se les colgasen todos los sambenitos posibles para desacreditarlas. Las gentes de “orden” las tachaban de locas o extravagantes, de feas o de contrahechas, de descocadas o de indecentes, de cualquier cosa que minase su prestigio y sus posibilidades de prosperar.
El sufragio de la mujer suscitó una encendida polémica en las Cortes Constituyentes de la República. Clara Campoamor, licenciada en Derecho, fue la mayor defensora de un derecho del que carecía la mitad de la población española adulta. A los argumentos de sus oponentes, que alegaban que las mujeres usarían sus votos para robustecer a los partidos de derechas y a las facciones antirrepublicanas porque acatarían sin cuestionarlos los mandatos de sus confesores, Campoamor contestaba pidiendo instrucción para ellas. Si se les permitía educarse, ellas podrían decidir por sí mismas, sin aceptar manipulaciones ni consejos de sus padres, sus maridos o sus asesores religiosos.
También reclamaba la diputada Campoamor el divorcio, el reconocimiento legal de los hijos habidos fuera del matrimonio, la igualdad de sexos, la protección de la infancia y de la maternidad… En fin, toda una colección de derechos que se merecían, no sólo las mujeres, sino todos los ciudadanos españoles de entonces. Derechos que los gobiernos republicanos tratarían de incorporar a su legislación, con mayor o menor éxito.
“Aislada de todos mis correligionarios y mis afines en ideas de la Cámara, combatida con animosidad por todos (…) sostenida solo por la minoría socialista, que a más de votar defendió la concesión, y por algunas personalidades aisladas, sufrí arañazos y heridas en el trance, pero logré ver triunfante mi ideal. Todo lo doy por bien sufrido”, escribe a cuenta de la votación que concluyó con la aceptación legislativa del voto de las mujeres.
En el listado de quienes votaron a favor de sus tesis, incluido en su libro, consuela ver que figuran los nombres de Alcalá Zamora (primer presidente de la República), Fernando de los Ríos, Companys, Largo Caballero, Giner de los Ríos, Negrín e, incluso, Gil-Robles.
Campoamor consideraba que su partido se había rebajado a ser “un triste colaborador de esas derechas, republicanas de rotulación”, que contravenían la tarea política a la que ella se dedicaba. Y ¡cuánta razón tenía! Porque el partido de Gil Robles se sumó al año siguiente al levantamiento militar franquista, que atentó y destruyó el régimen legal republicano, votado por los españoles en unas elecciones democráticas. (Si bien su pecado, el de Gil Robles y los suyos, fue castigado con el desprecio por parte de los vencedores de la guerra civil). Clara Campoamor se marchó de España cuando estalló la contienda. En 1938 se instaló en Argentina. Y nunca regresó a su país, si bien lo intentó en algún momento, antes de fallecer en 1972.
Pero estoy segura de que muchas mujeres, cuando nos acercamos a las urnas, pensamos, aunque sólo sea un segundo, en aquella diputada que empeñó sus fuerzas y su talento en conseguir para nosotras un derecho que se nos hurtaba en función de ideas estúpidas e insensatas sobre la diferencia de géneros.
Si hay una vida posterior a la vida real, como decía Jorge Manrique, si hay vida mientras haya memoria de los logros de una persona, Clara Campoamor sigue viva en España. Al menos para quienes sabemos lo que la debemos a ella, lo que le deben las mujeres y le debe todo el país.
Y si quereis saber más de Clara, encontrareis más datos en la wiki o en este sitio.