viernes, 20 de marzo de 2020

Primera mañana de primavera

Despierta la mañana del viernes en los patios de vecindad. Suenan voces cotidianas, música de transistores, rumor de enseres de cocina, crujido de ventanas que se abren y se cierran. Alguien canturrea una melodía indescifrable.

Las noticias de primera hora siguen siendo estremecedoras. Los hospitales de Madrid están en situación crítica. Debemos quedarnos en casa, se nos insiste desde los medios de comunicación.

Y entonces, cuando la angustia empieza a taponarnos el pecho, el móvil suena, avisando de la entrada de un mensaje. 
Es una de las amigas lectoras. No manda ni un meme, ni un vídeo alarmista, ni un enlace para visitar una página de ejercicios físicos. Manda un párrafo de un libro que todas hemos leído más de una vez.
Gracias, Nati, y gracias a las amigas del grupo, por este soplo de aliento en una mañana grisácea, la que inaugura nuestra primavera.


Cuando José Arcadio Buendía se dio cuenta de que la peste había invadido el pueblo, reunió a los jefes de familia para explicarles lo que sabía de la enfermedad del insomnio, y se acordaron medidas para impedir que el flagelo se propagara a otras poblaciones de la ciénaga. Fue así como les quitaron a los chivos las campanitas que los árabes cambiaban por guacamayas, y se pusieron a la entrada del pueblo a disposición de quienes desatendían los consejos y súplicas de los centinelas e insistían en visitar la población. Todos los forasteros que por aquel tiempo recorrían las calles de Macondo tenían que hacer sonar su campanita para que los enfermos supieran que estaban sanos. No se les permitía comer ni beber nada durante su estancia, pues no había duda de que la enfermedad sólo se transmitía por la boca, y todas las cosas de comer y de beber estaban contaminadas por el insomnio. En esa forma se mantuvo la peste circunscrita al perímetro de la población. Tan eficaz fue la cuarentena, que llegó el día en que la situación de emergencia se tuvo por cosa natural, y se organizó la vida de tal modo que el trabajo recobró su ritmo y nadie volvió a preocuparse por la inútil costumbre de dormir. 

Gabriel García Márquez. Cien años de soledad. 


2 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Saldremos.

LA CASA ENCENDIDA dijo...

El sol será el que ns aplauda, estoy segura!!
Besicos muchos.