Revuelo en la oficina. Los empleados comentan las últimas noticias: se han cerrado los colegios, los centros culturales, los museos, el congreso. En otros departamentos se están dando órdenes para coger los ordenadores y marcharse a trabajar a casa. Las tareas de la jornada son poco importantes cuando el virus está cancelando actos, clausurando establecimientos, anulando citas, llenando hospitales, circulando por las residencias de mayores... Es jueves, 12 de marzo de 2020.
Un año después recordamos el momento en que el responsable nos comunicó que debíamos marcharnos a casa y encerrarnos hasta nuevo aviso. Pensábamos que la situación de emergencia no se prolongaría más allá de dos semanas. Que el susto pasaría pronto. ¿Quién iba a sospechar que hasta mayo no podríamos salir de casa sino a comprar alimentos o medicinas, sacar al perro o cumplir algún trámite administrativo imprescindible? ¿Y que cuando volviéramos a la calle iríamos con mascarilla, gel en el bolsillo, que no podríamos entrar en las tiendas, en los bares, que no deberíamos visitarnos?
Un año después nos dicen los políticos y los científicos que estamos superando la tercera ola. Nos piden precaución porque en cuanto bajamos la guardia el maldito virus se expande como el aceite. Y nos recuerdan los efectos malignos y mortales de las reuniones y los excesos de las navidades. ¿Estamos abocados a la cuarta ola antes de que la vacuna le sea administrada a un porcentaje significativo de la población española?
Los gobernantes han decidido impedir la movilidad durante la Semana Santa. Están todos de acuerdo. Todos menos los negacionistas, los ultras y las autoridades madrileñas que se mantienen en sus sillones a pesar de que se está intentando disolver la asamblea y convocar elecciones sin haberse cumplido todavía la mitad de la legislatura. Si no estoy equivocada, la inmensa mayoría de ciudadanos de a pie confía más (dentro de la desconfianza que nos genera esta situación y la evidencia de que ni médicos ni científicos conocen a fondo un virus que, para mayor confusión, muta de cuando en cuando y adquiere nuevas características) en las autoridades que nos piden precauciones y estamos dispuestos a seguir pasando más tiempo en casa que en la calle, a no viajar, a no visitar a los amigos o parientes de otras localidades, a no desbordar las terrazas, a no invadir las calles comerciales, a no apelotonarnos delantes de un estadio de fútbol o en un mitin improvisado en cualquier plaza....
Estamos cansados, hartos de guardar distancias. Nos hiere el alma no poder besar ni abrazar a nuestros padres y a nuestros hijos, no tocar a los amigos, no verlos, pero seguimos haciéndolo. Prometiéndonos que cuando ellos y nosotros recibamos la vacuna nos vamos a estrujar hasta hacernos daño.
¡Qué ganas de dar besos y abrazos!
1 comentario:
Un año ya, un año sin abrazos...
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