Cadencia vació la nevera y revisó los estantes de los armarios para que no quedara ningún alimento que pudiera estropearse durante el mes que estaría fuera de casa. Como todos los años, Cadencia viajaría con su marido al pueblo de sus antepasados para pasar en el caserón familiar unas semanas del invierno. Quizás planeaba regresar en marzo. O en abril, después de la Semana santa.
Cuando todas las habitaciones estuvieron revisadas, cerró la puerta de la casa, bajó al portal y salió a la calle. Antes de cruzar la calzada miró a derecha e izquierda sin sospechar que era la última vez que contemplaba la calle en la que había vivido desde hacía algo más de ochenta años.
Cadencia no pudo regresar en primavera. A causa del confinamiento impuesto en el país, hubo de prolongar su estancia en el pueblo de sus antepasados, donde era muy estimada por sus vecinos por su compromiso con la historia local. Cuando se levantaron las restricciones de movilidad, decidió quedarse en el pueblo donde el verano es más apacible que en Madrid.
Y una mañana de agosto le falló el corazón.
Cuando me dieron la noticia, me puse a llorar en medio de la calle. Ha sido difícil asumir que Cadencia, esa mujer dinámica, atrevida, locuaz, emprendedora, con quien hablaba en el portal o en la acera de sus libros, de sus clases de encuadernación, de las visitas de sus nietos, esa mujer a la que yo admiraba por su energía y su lucidez, se ha marchado para siempre.Bajo las escaleras despacio, paso ante la puerta de su casa y detengo un instante el paso. Imagino su voz en el interior del piso, imagino su silueta, delgada y vivaz, trajinando entre sus libros. Como si no se hubiera ido. Como si no hiciera un año, más de un año que no me paro a conversar con ella.
No se la llevó el maldito virus, pero por culpa del maldito virus se me han quedado pendientes muchos buenos ratos de conversación con ella.
Te recuerdo, amiga.
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