sábado, 10 de enero de 2009

Venecia en la selva

Leía lentamente, juntando las sílabas, murmurándolas a media voz como si las paladeara, y al tener dominada la palabra entera, la repetía de un viaje. Luego hacía lo mismo con la frase completa, y de esa manera se apropiaba de los sentimientos e ideas plasmados en las páginas”.

Antonio José Bolívar Proaño se ha encerrado en su choza de cañas y, a resguardo de los peligros de la selva y, sobre todo, de las molestias que le producen los humanos que habitan en el poblado, vuela hacia ciudades de extravagantes nombres donde suceden las aventuras de las novelas de amor que le trae el dentista un par de veces al año. Es muy viejo Antonio José, lo menos sesenta años. Conoce la selva y a los indígenas, pero de amor y pasiones sabe lo poco que deduce de sus libros.

Luis Sepúlveda ganó en 1988 el premio Tigre Juan, que conceden el Ayuntamiento de Oviedo y el Principado de Asturias, con su obra “Un viejo que leía novelas de amor”. Tenía entonces el escritor, nacido en Chile, 39 años y no eran aún muchos sus lectores en España.
Sepúlveda es un autor comprometido con la conservación del medio ambiente, y dedicó su libro a un indio de la amazonía ecuatorial que le reveló detalles suficientes para describir la vida en el interior de la selva con tal vigor que, cuando el lector se sumerge en las páginas de la novela, siente el olor de la vegetación apretada, el peso de la lluvia en las espaldas, el aliento del miedo a la bicha que persigue a Antonio José.

Pero hay otra dedicatoria en las primeras páginas del libro. O, más bien, una dádiva. Sepúlveda ofrece su obra al brasileño Chico Mendes, el líder de la defensa del Amazonas que era asesinado a la puerta de su casa el 22 de diciembre de 1988.

Chico Mendes no llegó a la edad del viejo que describe Sepúlveda en su relato. Pero, viendo su foto, yo le imagino sentado junto a Antonio José Bolívar en el puesto abandonado de la selva, escuchándole al viejo deletrear, a instancias de los otros expedicionarios, las palabras de las primeras páginas del libro que casi se sabe ya de memoria.

Paul la besó ardorosamente en tanto el gondolero, cómplice de las aventuras de su amigo, simulaba mirar en otra dirección, y la góndola, provista de mullidos cojines, se deslizaba apaciblemente por los canales venecianos”.

domingo, 4 de enero de 2009

Del Soho a Chinatown

Los días de fiesta que nos brinda el final y el principio del año vienen bien para seguir ordenando fotos y colocando documentos en las carpetas del ordenador. Estos días ha aumentado el volumen de las que proceden de Nueva York y he escogido dos para hablaros de un par de barrios de la ciudad.

El primer barrio se llama Soho, que es una contracción de South of Houston. Fuimos a visitarlo sabiendo que era una zona de comercios y talleres instalados en grandes naves, que perdieron décadas atrás las funciones industriales para las que se construyeron.

Configurado a principios del siglo XIX como zona residencial, Soho se convirtió hacia 1860 en un barrio de asentamiento de fábricas y talleres que estuvieron funcionando cerca de cien años. En 1950, debido a las normas de modernización de la industria, los fabricantes buscaron nuevos asentamientos y el barrio estuvo a punto de ser derribado. Entonces acudieron a sus calles los artistas y artesanos, que aprovecharon sus amplios espacios para instalar talleres, galerías de exposiciones, salas de encuentro. Ellos pusieron de moda los lofts, que han sido después emulados en los países europeos.

Actualmente las plantas bajas de los edificios están ocupadas por comercios de diseño, cuyos escaparates respetan las estructuras arquitectónicas de las viejas fábricas del novecientos. Esta es una de esas tiendas del Soho.

La misma mañana que conocimos el Soho fuimos también a Chinatown, un lugar lleno de colorido, donde el día parecía más un domingo que un lunes. Estrechas tiendecitas se abrían a las aceras, con las paredes cubiertas de estantes donde se exhibían relojes, perfumes, bolsos y monederos... todo barato, muy barato. Me contaron que los productos realmente interesantes (falsos relojes que no pueden exponerse) se venden en las trastiendas de estos establecimientos o en sótanos a los que el posible comprador es invitado a entrar por alguno de los serviciales chinoamericanos que atienden el negocio.