domingo, 29 de agosto de 2010

Memoria de Clara Campoamor

Clara Campoamor preside una plazoleta del centro de Madrid, frente a la fachada del Centro Cultural Conde Duque. Cuando se inauguró el busto de bronce, en el año 2006, las autoridades competentes y los medios de comunicación afines hicieron hincapié en la paradoja de que Campoamor, siendo militante de un partido con visos derechistas, el Radical de Alejandro Lerroux (que fue aliado de la CEDA de Gil-Robles en el gobierno del bienio derechista de la República, entre 1933 y 1935) lograse para las mujeres españolas el derecho al voto que le negaban un montón de diputados republicanos, entre ellos la socialista Victoria Kent.

En una época de tremendo analfabetismo, cuando la mitad de las mujeres españolas no sabían ni leer ni escribir, las figuras femeninas eran simples excepciones en el panorama social y cultural. Las poquísimas mujeres que habían estudiado y que se esforzaban en sus labores creativas (la pintora Maruja Mallo, por ejemplo) tenían que aguantar que se les colgasen todos los sambenitos posibles para desacreditarlas. Las gentes de “orden” las tachaban de locas o extravagantes, de feas o de contrahechas, de descocadas o de indecentes, de cualquier cosa que minase su prestigio y sus posibilidades de prosperar.

El sufragio de la mujer suscitó una encendida polémica en las Cortes Constituyentes de la República. Clara Campoamor, licenciada en Derecho, fue la mayor defensora de un derecho del que carecía la mitad de la población española adulta. A los argumentos de sus oponentes, que alegaban que las mujeres usarían sus votos para robustecer a los partidos de derechas y a las facciones antirrepublicanas porque acatarían sin cuestionarlos los mandatos de sus confesores, Campoamor contestaba pidiendo instrucción para ellas. Si se les permitía educarse, ellas podrían decidir por sí mismas, sin aceptar manipulaciones ni consejos de sus padres, sus maridos o sus asesores religiosos.

También reclamaba la diputada Campoamor el divorcio, el reconocimiento legal de los hijos habidos fuera del matrimonio, la igualdad de sexos, la protección de la infancia y de la maternidad… En fin, toda una colección de derechos que se merecían, no sólo las mujeres, sino todos los ciudadanos españoles de entonces. Derechos que los gobiernos republicanos tratarían de incorporar a su legislación, con mayor o menor éxito.

En su libro “El voto femenino y yo. Mi pecado mortal”, Campoamor narra su aventura parlamentaria, sus enfrentamientos políticos y las impresiones que en ella suscitaban los debates.

“Aislada de todos mis correligionarios y mis afines en ideas de la Cámara, combatida con animosidad por todos (…) sostenida solo por la minoría socialista, que a más de votar defendió la concesión, y por algunas personalidades aisladas, sufrí arañazos y heridas en el trance, pero logré ver triunfante mi ideal. Todo lo doy por bien sufrido”, escribe a cuenta de la votación que concluyó con la aceptación legislativa del voto de las mujeres.

En el listado de quienes votaron a favor de sus tesis, incluido en su libro, consuela ver que figuran los nombres de Alcalá Zamora (primer presidente de la República), Fernando de los Ríos, Companys, Largo Caballero, Giner de los Ríos, Negrín e, incluso, Gil-Robles.

En 1935, cuando el Partido Radical gobernaba el país con la CEDA de Gil Robles, Campoamor, que había sido responsable de Beneficencia, abandonó a Lerroux, exponiéndole en una carta, recogida en el libro, los motivos de su decisión.

“Yo, señor Lerroux me adscribí al Partido radical a base de su programa republicano, liberal, laico y demócrata, transformador de todo el atraso legal y social español, por cuya realización se lograse la tan ansiada justicia social. Y no he cambiado una línea, no me he desprendido de esos anhelos, de esos ideales que me acompañaron toda mi vida y a los que no pienso abandonar precisamente en los instantes en que tengo más personalidad para laborar por ellos y se logró el régimen que es su instrumento. (….) No fui nunca un elemento de derecha ni aun de centro derecha en el partido. Cuando me designó usted para la Dirección General de Beneficiencia, desarrollé en ella (…) un plan liberal, radical y justo que respondía en absoluto al espíritu y letra del partido, plan que, si es cierto, mereció su aprobación y aliento, después no obtuvo la más leve defensa ante la piqueta demoledora de la CEDA, que en un gobierno de coalición ha podido deshacer o mixtificar todo lo que sus colaboradores representan, a paciencia y evangélica resignación de estos”.

Campoamor consideraba que su partido se había rebajado a ser “un triste colaborador de esas derechas, republicanas de rotulación”, que contravenían la tarea política a la que ella se dedicaba. Y ¡cuánta razón tenía! Porque el partido de Gil Robles se sumó al año siguiente al levantamiento militar franquista, que atentó y destruyó el régimen legal republicano, votado por los españoles en unas elecciones democráticas. (Si bien su pecado, el de Gil Robles y los suyos, fue castigado con el desprecio por parte de los vencedores de la guerra civil). Clara Campoamor se marchó de España cuando estalló la contienda. En 1938 se instaló en Argentina. Y nunca regresó a su país, si bien lo intentó en algún momento, antes de fallecer en 1972.

Pero estoy segura de que muchas mujeres, cuando nos acercamos a las urnas, pensamos, aunque sólo sea un segundo, en aquella diputada que empeñó sus fuerzas y su talento en conseguir para nosotras un derecho que se nos hurtaba en función de ideas estúpidas e insensatas sobre la diferencia de géneros.

Si hay una vida posterior a la vida real, como decía Jorge Manrique, si hay vida mientras haya memoria de los logros de una persona, Clara Campoamor sigue viva en España. Al menos para quienes sabemos lo que la debemos a ella, lo que le deben las mujeres y le debe todo el país.

Y si quereis saber más de Clara, encontrareis más datos en la wiki o en este sitio.

domingo, 1 de agosto de 2010

En África con ‘la que narra’

“Muy pronto los nativos comenzaron a respetarla y acudían a ella con frecuencia cuando necesitaban ayuda o un buen consejo. Las ancianas la llamaban Jerie, que en kikuyu significa ‘la que escucha’ y se admiraban de ver, por primera vez, como un blanco cogía en brazos a un niño africano”.

Tiempo después, ‘la que escucha’ se convierte en ‘la que narra’. Sus primeros relatos surgen de su boca, en la inmensidad de la sabana, para deleitar al hombre que ama. Luego, cuando ya envejece en un país tocado por el frío, la narradora vuelca sus historias en hojas de papel para legárselas a lectores que todavía no habían nacido cuando ella empuñaba la pluma.

Os invito a emprender un viaje al África de principios del siglo XX con Karen Blixen, la baronesa que cultivaba café y escuchaba a los kikuyus (cuyos rasgos confundiremos siempre con los de la actriz Meryl Streep, protagonias de la película de Sydney Pollack, Memorias de Africa), y con otras mujeres valerosas, cuyos nombres, como el de tantas aventureras que consagraron su existencia a la ciencia o al arte, a los oficios y lances en los que desde antiguo han prevalecido los nombres masculinos, apenas había oído mencionar antes. La guía de la expedición es Cristina Morató, quien ha esculpido con letras de tinta los nombres de esas mujeres en el libro que titula “Las reinas de Africa”. Podréis conocer a Mary Livingston, esposa del muy famoso explorador David Livingston; a Delia Akeley, que cobraba piezas para el Museo de Historia natural de Nueva York; a Mary Kingsley, que recorrió la costa oeste estudiando sus formas de vida; a Florence Baker, que llegó con su marido Samuel hasta las fuentes del Nilo; a Mary Slessor, misionera, a Beryl Markham, aviadora, a Osa Jonson, cineasta, a las españolas Isabel y Juana, que siguieron a sus maridos hasta el continente negro, a Alexine Tine, que viajaba con un ajuar de lujo.

Tuvieron todas ellas la suerte de encontrar paisajes todavía no devastados por la mano del hombre blanco, por su ambición y sus perversas gestiones al frente de los países que cayeron en su poder. Y supieron apreciar a sus gentes y sus formas de vida naturales, aunque a veces fueran víctimas de la hostilidad y el temor de los aborígenes. Y aún más de los propios colonos, como se lee en el libro de Cristina.


La comunidad blanca que habitaba en Kenia nunca simpatizó con su esnob y presuntuosa vecina de las tierras altas. Karen Blixen les parecía una mujer excéntrica que se tomaba demasiadas libertades con sus sirvientes. Cuando se enteraron de que pretendía fundar una escuela para los kikuyus pusieron el grito en el cielo. Aquellos colonos apenas tenían contacto con los trabajadores africanos, a los que trataban como esclavos o en un tono paternalista, como si fueran niños.”