A este parque se llamó y aún se sigue llamando "el parque de la Ciudadela". En 1887, cuando Onofre Bouvila puso los pies en él, se estaba levantando allí lo que había de ser el recinto de la Exposición Universal. Eso ocurrió a principios o a mediados de mayo de ese año. Para entonces las obras estaban muy avanzadas. El contingente de obreros empleado en ella había alcanzado su máxima dotación, es decir, cuatro mil quinientos hombres. Este número era exorbitante, no tenía precedente en la época. A él hay que agregar otro número indeterminado pero igualmente grande de mulas y borricos. También funcionaban allí entonces grúas, máquinas de vapor, ingenios y carromatos. El polvo lo cubría todo, el ruido era ensordecedor y la confusión, absoluta.
Después de ciento veintidós años, el parque de la Ciudadela es un recinto pacífico por donde transitan algunos paseantes, respirando el aire fresco de la tarde del otoño. El nombre lo debe a una fortaleza que mandó construir Felipe V en 1714, después de vencer a los catalanes, que no le aceptaban como sucesor del último Austria, Carlos II, que murió sin descendencia. La ciudadela fue derribada en 1868, cuando se destronó a la reina Isabel, y fueron cedidos sus terrenos al municipio.
De la Exposición Universal de 1888 quedan algunos pabellones, una gran cascada, en cuyo diseño participó Gaudí, y un pintoresco Arco de Triunfo, que fue la entrada al recinto. Dentro del parque se encuentra el Parlament de Catalunya, que ocupa un antiguo arsenal desde la época de la Republica.
De Onofre Bouvila no queda rastro en la Ciudadela, a donde él iba a repartir pasquines anarquistas y a vender crecepelo, ni en las avenidas de esta ciudad moderna y vistosa. Cuando él llegó a Barcelona, el Ensanche estaba levantándose sobre campos en los que hasta hacía pocos lustros pastaba el ganado y crecía silvestre la vegetación. En las calles estrechas de la población ya no cabían sus pobladores, muchos de ellos recién llegados en busca de trabajo y de un futuro sin las miserias de los pueblos del interior.
La ciudad crecía y prosperaba sin quitar los ojos del mar, sin dejar de oler la humedad de aquel Mediterráneo que le daba vida. Así lo cuenta Eduardo Mendoza en "La ciudad de los prodigios", (Seix Barral, 1986).
Aunque a finales del siglo XIX ya era un lugar común decir que Barcelona vivía "de espaldas al mar", la realidad cotidiana no corroboraba esta afirmación. Barcelona había sido siempre y era entonces aún una ciudad portuaria: había vivido del mar y para el mar; se alimentaba del mar y entregaba al mar el fruto de sus esfuerzos; las calles de Barcelona llevaban los pasos del caminante al mar y por el mar se comunicaba con el resto del mundo; del mar provenían el aire y el clima, el aroma no siempre placentero y la humedad y la sal que corroían los muros; el ruido del mar arrullaba las siestas de los barceloneses, las sirenas de los barcos marcaban el paso del tiempo y el graznido de las gaviotas, triste y avinagrado, advertía que la dulzura de la solisombra que proyectaban los árboles en las avenidas era sólo una ilusión; el mar poblaba los callejones de personajes torcidos de idioma extranjero, andar incierto y pasado oscuro, propensos a tirar de navaja, pistola y cachiporra; el mar encubría a los que hurtaban el cuerpo a la justicia, a los que huían por mar dejando a sus espaldas gritos desgarradores en la noche y crímenes impunes; el color de las casas y las plazas de Barcelona era el color blanco y cegador del mar en los días claros o el color gris y opaco de los días de borrasca. Todo esto por fuerza había de atraer a Onofre Bouvila, que era hombre de tierra adentro.
Conocer el pasado de una ciudad a través de la literatura te ayuda a apreciar lo que ves cuando estás en ella: los edificios, los monumentos, las vías, los mercados. En los contrastes y las diferencias se pueden encontrar pistas certeras sobre su evolución y sobre la esencia de sus gentes. En el pasado de una ciudad están la mayoría de las claves de su situación actual.
Por eso, en cuanto regresé de Barcelona busqué el libro y volví a leerlo, con la ventaja de tener recientes en la memoria los nombres de los lugares por los que se mueve el personaje de Eduardo Mendoza. Bouvila corretea por una urbe en expansión, especula con los solares en los que se proyectan los nuevos barrios, se involucra en tramas mafiosas y en conspiraciones políticas, se enriquece, se labra una fama que combina el temor con el respeto y consigue sobrevivir, viejo y audaz, hasta la siguiente Exposición Universal de Barcelona, celebrada en 1929 en Montjuitch.
Un buen libro este de Mendoza para indagar en la historia de esta magnífica ciudad.