calcula el escritor, observando sus rostros. Las estadísticas no mienten, piensa, recordando las últimas cifras del informe sobre hábitos de lectura entre la población española, que dio a conocer la Federación de Gremios de Editores del país a principios de año. Aquí abajo está la evidencia: las mujeres van leyendo y los hombres dormitando o mirándose las uñas. ¿Qué leerá cada una de ellas? Seguro que esa chavala lleva una novela histórica, y la morenita una obra clásica, poesía quizás, y aquella señora…
El escritor ameniza su viaje especulando sobre los géneros y la temática de los libros que portan las pasajeras del vagón, admirando el gesto de embelesamiento de una, el ceño fruncido de otra, la mueca divertida de la lectora de mayor edad. A una de las jóvenes, el tipo desgalichado que va en el asiento contiguo le arrima mucho la pierna, pero ella no parece detectar ni el contacto físico ni sus persistentes miradas de reojo.
Ojalá cualquiera de ellas empezara a leer en voz alta para que todos los pasajeros escucharan el relato. Sería hermoso que la literatura iluminase a todos los que se desplazan en este vagón del metro por las entrañas oscuras de la ciudad. Las sombras se transformarían en un paisaje nevado, en un lago clavado entre las montañas, en el vestíbulo de un lujoso hotel de principios de siglo veinte… De repente, una de las lectoras cierra su libro y entorna los párpados, como si estuviera paladeando una frase que acaba de leer o disfrutando en su imaginación de una descripción o de un diálogo. El autor, que no es una firma famosa ni un superventas, suspira conmovido. Ha visto su propio nombre en la portada del volumen que lleva la mujer.
El cuadro de arriba es de Mary Cassat (1844-1926)y el de abajo de Gustave Caillebotte (1848- 1894)



