
“El novelista no elige sus temas, es elegido por ellos. La vida le inflige los temas a través de ciertas experiencias que dejan una marca en su conciencia o subconsciencia, y que luego lo acosan para que se liberte de ellas tornándolas historias”.
A tenor de esta idea básica, se puede identificar a un buen novelista, a un novelista auténtico: éste es el que sigue los imperativos íntimos y escribe lo que tiene que escribir, sin forzarse, sin plegarse a modas o mandatos, el que acepta sus propios demonios y les da salida en sus páginas, el que es fiel, digámoslo así, a su propio yo. Por el contrario, el que escribe sobre asuntos diferentes a los que le pide el cuerpo y el alma, el que “rehuye sus propios demonios y se impone otros temas”, sea

Carlos Ruiz Zafón irrumpió en el ámbito de las librerías por mérito propio con un libro que yo he leído dos veces, las dos con verdadero gusto: La sombra del viento. Estoy convencida de que aquella novela, escrita por iniciativa propia, sin presiones ni expectativas comerciales, por un hombre que ya había publicado algunas novelas juveniles, fue fruto de las exigencias íntimas del autor, fruto de un escritor al que se le podría calificar, siguiendo las pautas de don Mario, de auténtico. En cambio, la novela posterior, de la que todos conoceréis el nombre, me ha parecido un sucedáneo de aquella, un intento feroz de perpetuar el éxito de la primera, una emulación de la que le llevó a la gloria años atrás. Y he pensado en ese dicho antiguo de la sabiduría popular: segundas partes nunca fueron buenas.
Estoy convencida de que Ruiz Zafón no hubiera escrito esta novela si no le hubiera desbordado el éxito de la primera. Si no hubiera sentido el aliento de lectores, editores y críticos en el cogote mientras inventaba un nuevo relato de ficción que tenía que ajustarse a ciertas determinaciones, a imposiciones externas. Yo le deseo a este escritor que recupere su libertad para escribir su próxima novela.