sábado, 20 de diciembre de 2008

Auténtico escritor

Vargas Llosa, de cuya calidad literaria a estas alturas no creo que nadie dude, cruzó con un joven que aspiraba a convertirse en novelista, una serie de cartas que, en 1997, se editaron en forma de libro. Esas cartas, que deberían ser leídas y analizadas por cualquiera que desee dedicarse a la literatura, sea joven o viejo, se referían a diversos aspectos relacionados con la tarea que don Mario lleva muchos y fructíferos años ejerciendo. Uno de los capítulos se refería a los temas de las novelas y a la autenticidad del escritor.

Dice Vagas Llosa que las historias que inventa el novelista tienen las raices en su propia experiencia. “Lo vivido es la fuente que irriga las ficciones. Esto no significa, desde luego, que una novela sea una biografía disimulada”, sino que en el texto, aunque sea de naturaleza fantástica, siempre hay un punto de arranque o una partícula que está ligado a la personalidad y a las viviencias del autor. En la memoria está el combustible que mueve la mano y la imaginación del escritor.

El novelista no elige sus temas, es elegido por ellos. La vida le inflige los temas a través de ciertas experiencias que dejan una marca en su conciencia o subconsciencia, y que luego lo acosan para que se liberte de ellas tornándolas historias”.

A tenor de esta idea básica, se puede identificar a un buen novelista, a un novelista auténtico: éste es el que sigue los imperativos íntimos y escribe lo que tiene que escribir, sin forzarse, sin plegarse a modas o mandatos, el que acepta sus propios demonios y les da salida en sus páginas, el que es fiel, digámoslo así, a su propio yo. Por el contrario, el que escribe sobre asuntos diferentes a los que le pide el cuerpo y el alma, el que “rehuye sus propios demonios y se impone otros temas”, sea porque los suyos le parecen poco interesantes, sea porque ha de responder a una demanda comercial, sea por lo que sea, cometerá seguramente una grave equivocación que devaluará el valor de sus textos. Lo dice Vargas Llosa y lo pienso yo después de leer un libro que se publicó hace unos meses con el cartelito de bestsellers pegado a sus tapas.

Carlos Ruiz Zafón irrumpió en el ámbito de las librerías por mérito propio con un libro que yo he leído dos veces, las dos con verdadero gusto: La sombra del viento. Estoy convencida de que aquella novela, escrita por iniciativa propia, sin presiones ni expectativas comerciales, por un hombre que ya había publicado algunas novelas juveniles, fue fruto de las exigencias íntimas del autor, fruto de un escritor al que se le podría calificar, siguiendo las pautas de don Mario, de auténtico. En cambio, la novela posterior, de la que todos conoceréis el nombre, me ha parecido un sucedáneo de aquella, un intento feroz de perpetuar el éxito de la primera, una emulación de la que le llevó a la gloria años atrás. Y he pensado en ese dicho antiguo de la sabiduría popular: segundas partes nunca fueron buenas.

Estoy convencida de que Ruiz Zafón no hubiera escrito esta novela si no le hubiera desbordado el éxito de la primera. Si no hubiera sentido el aliento de lectores, editores y críticos en el cogote mientras inventaba un nuevo relato de ficción que tenía que ajustarse a ciertas determinaciones, a imposiciones externas. Yo le deseo a este escritor que recupere su libertad para escribir su próxima novela.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Con Auster, en Brooklyn

Los personajes de Paul Auster, un escritor por el que siento especial interés, deambulan por las calles de Manhattan durante el día, hacen sus compras, se encuentran o se pierden, se paran a tomar café... Y luego regresan a Brooklyn atravesando el famoso puente que todos los turistas se empeñan en cruzar cuando visitan la ciudad.

Brooklyn, el distrito más poblado de los cinco que componen Nueva York, está situado en Long Island al sur de Queens. Su conexión con Manhattan, a través del puente construido en 1883, fomentó el asentamiento en sus barrios de muchos neoyorquinos, entre los que se contaban artistas e intelecutales de la talla de Auster.

Brooklyn se convierte se convierte en las novelas de Auster en un espacio mítico donde los pequeños acontecimientos de la vida cotidiana cobran una transcendencia que merece ser transformada en literatura.

A Nueva York me llevé en la maleta un libro de 2003 que no había leído todavía: La noche del oráculo. El protagonista es un novelista de limitada relevancia que acaba de sobrevivir a una enfermedad que le ha tenido largo tiempo hospitalizado y le ha impedido cumplir con su profesión durante unos meses. Syd Orr sale una mañana de casa, se compra un cuaderno portugués de tapas azules en la papelería regentada por un chino servicial, y comienza a escribir una historia que adquiere para el lector tanta importancia como los sucesos que afectan al protagonista de la novela.

A Paul Auster le gusta insertar historias secundarias dentro de la historia principal, rizando el rizo cuando el personaje de la trama paralela se pone, a su vez, a leer un libro que también es inventado por el escritor. Pero esa multiplicación no supone un estorbo para la comprensión del argumento ni para la identificación del lector con el personaje principal.

Syd pasea por el Manhattan trepidante, de tráfico denso y ruido constante, por el que yo pasé hace pocos días. Quizás entra a comprar algo de comida para llevarse a casa a una de esas muchas tiendas de comestibles, como la que se ve en esta foto. Tiendas con aspecto de colmado, que permanecen abiertas hasta altas horas de la noche.

Esta Grocery está situada en la esquina de la calle 107 con la avenida de Manhattan.

Por cierto, el libro no me defraudó. Auster es un maestro.

domingo, 14 de diciembre de 2008

En el metro

Uno de los sitios donde mejor se puede apreciar la diversidad de razas y de tipos que conviven en Nueva York es un andén del metro. O un vagón de la red subterránea.

Al forastero le puede confundir un tanto el plano del metro, del Subway, cuando lo consulta por vez primera. Pero, a pesar de los tirabuzones que hacen las líneas que recorren el subsuelo de Manhattan y llegan hasta los otros distritos que configuran la ciudad, encontrará suficientes pistas y carteles para averiguar cuál es el itinerario que le conviene para ir a tal sitio y en qué estación ha de apearse.

El metro se estrenó en Nueva York en 1904. Las compañías privadas que explotaron las primeras líneas, lo cedieron en 1940 al gobierno municipal. En el presente lo integran 26 líneas y 468 estaciones. Su longitud supera los mil kilómetros. Cada día lo utilizan cerca de cinco millones de personas.


El metro funciona las veinticuatro horas del día y, según opinan quienes lo utilizan, es un servicio efectivo a pesar de que sus instalaciones están muy desgastadas y lucen bastante poco.

Los accesos son estrechos y suelen estar pegados a las paredes o embutidos en los bajos de los edificios del centro de la ciudad. Los túneles están ocupados por las vías de varias líneas, las cuales discurren en paralelo por algunos tramos. Así que mientras esperas tu tren en el andén, ves pasar los trenes de otras líneas al otro lado de las columnas que sustentan la bóveda.

Los trenes tienen un aspecto avejentado, frenan con brusquedad y hacen un ruido trepidante. Pero están limpios, bastante limpios. Como el resto de la ciudad.

Y aquí hago un paréntesis para manifestar mi agrado por la limpieza de Nueva York. Esta es una ciudad limpia, sin colillas ni papeles por el suelo, sin restos caninos, sin basuras desparramadas por las aceras. Desde el primer día me sorprendió la cantidad de gente con escobas que limpian las calles y los establecimientos comerciales. Si se te cae una servilleta en un bar, al instante aparece una persona con su escoba y lo recoge. ¿Es cuestión de educación o es temor a las multas que les ponen a quienes ensucian los espacios públicos? En cualquier caso, me gustaría que tomaran ejemplo los ciudadanos y las autoridades de Madrid. En serio.

jueves, 11 de diciembre de 2008

Acción de Gracias

El día de Acción de Gracias, el Thanksgiving Day es la gran fiesta que celebran todos los estadounidenses con unanimidad, sin distinción de religiones o de creencias, de razas o de procedencia. La tradición data de 1621, cuando los primeros inmigrantes europeos, que habían viajado el año anterior hasta el continente norteamericano a bordo de un barco llamado Mayflower, decidieron organizar una fiesta para agradecer la recogida de sus primeras cosecha. En el festejo también participaron los nativos, los indios americanos que habían ayudado a los colonos a cultivar las tierras en las que se afincaron. Parece, pues, que la fiesta fue originada por un anhelo de paz, de prosperidad y de buena convivencia

El último jueves de noviembre, día 27 en 2008, las tiendas de Manhattan se cierran a mediodía y los neoyorquinos se reunen con sus familias para cenar el pavo. Algunos se han marchado a las localidades donde habitan sus parientes y otros se han desplazado a Nueva York (se ven los coches descargando niños, maletas y paquetes junto a los portales) para estar con sus allegados.

Es difícil ese día encontrar en el sur de Manhattan un sitio para comer algo a mediodía. El único establecimiento que los turistas encuentran abierto en las inmediaciones de Wall Street, es una pizzería donde nos sirven, un poco a regañadientes, unos trozos de pizza que engullimos sin dejar de observar a los dueños y a sus familiares que, con sus atavíos de gala, (que contrastan con la decoración deslucida del local), están juntando mesas y disponiendo las sillas que no ocupan los forasteros. Cuando estamos acabando la pizza, vemos que una mujer saca de la cocina el pavo, un enorme pavo, de color dorado que trincharán y degustarán en cuanto los forasteros se larguen del establecimiento.
Poco después, en una cafetería muy concurrida, los camareros latinos nos despachan unos cafés advirtiéndonos que van a cerrar en seguida. En el metro, los turistas atisban a una pareja de coreanos maduros que viajan hacia las calles altas de la ciudad portando un enorme recipiente de plástico donde tal vez vaya un pavo o, acaso, otra de las muchas viandas con que se acompaña el plato principal.

Unas horas antes hemos presenciado la cabalgata que organiza los almacenes Macy’s desde 1929. Por la séptima avenida han desfilado carrozas que arrastraban globos enormes, hinchados la víspera con helio, los cuales representaban a personajes infantiles, iconos nacionales, objetos diversos. (En la fotos se ve al Tío Sam). Las dimensiones de los globos eran más llamativas que su belleza o sus cualidades artesanales, pero las caras de los niños neoyorquinos, enrojecidas por el frío, se iluminaban cuando uno de esos monstruos aéreos se acercaba al punto en el que ellos esperaban junto a sus padres y abuelos.

Los turistas cenamos pavo en un restaurante de la calle 113, esquina a Broadway. Nos sirvieron los trozos de carne ya cortados, pero doy fe de que era pavo verdadero. O sea, que no era uno de esos pavos de plástico que usa Bush para hacerse fotos para los periódicos en el día señalado. Antes tomamos sopa de calabaza y de postre, tarta de pecán. Un menú delicioso. Como dice alguien que los conoce, ¿quién os ha contado que los estadounidenses no comen más que hamburguesas y patatas fritas?

martes, 9 de diciembre de 2008

Bordeando Manhattan

Manhattan es uno de los cinco distritos que componen la gran urbe neoyorquina. Los otros son Bronx, Brooklyn, Queens y Staten Island. Manhattan es una larga isla situada en la desembocadura del Río Hudson, al sur del Bronx, el único de los distritos que se halla en el continente, del cual está separada por el Harlem River.
Uno de los itinerarios obligados para el turista es el circuito que hacen los transbordadores que bordean Manhattan por el río. Los barcos se toman en Battery Park. El recorrido dura tres horas y cuesta unos 20 dólares.
Desde la cubierta del barco se aprecia la muralla de rascacielos que cortornean la isla por el sur. Edificios altísimos, que, asomándose a la orilla del río, parecen desafiar la estabilidad del terreno sobre el que se erigieron en las primeras décadas del siglo XX.

A los pocos minutos de abandonar el muelle, la vista ha de girarse hacia la derecha para saludar a The Lady, que con su brazo alzado y sosteniendo la llama que alumbra la libertad, es el principal icono artístico de Nueva York. Ahí está la gran dama francesa, mirando al mar por el que vino hasta esta islita en la que está apostada.

La estatua de la Libertad fue un regalo de Francia a Estados Unidos al cumplirse el centenario de su Declaración de Independencia (4 de julio de 1776). La obra le fue encargada al escultor francés Frederic Auguste Bartholdi quien tomó como modelo, según narra la leyenda, a su propia madre. La estructura interna de la estatua, que alcanzaría una altura de unos 46´5 metros y pesaría más de 220 toneladas, fue diseñada por el ingeniero Gustave Eiffel. Los estadounidenses se encargaron de construir un pedestal adecuado y de hacer el montaje de la Señora, que atravesó el Atlántico fragmentada en 315 piezas.

La Dama ha sido testigo de la transformación de la ciudad a la que presta sus luces, de la llegada masiva de inmigrantes de otros continentes y de su conversión en la megalópolis que hoy recibe al forastero. Ella presenció la tragedia de las Torres Gemelas, que ardieron y sucumbieron un fatídico 11 de septiembre y vio, después, como Nueva York recuperaba la calma y trataba de recuperar su vitalidad y sus costumbres sin cerrarse a las gentes que siguen llegando de otros continentes para estudiar en sus universidades, trabajar en sus oficinas o visitarla durante unos días de ocio.

sábado, 6 de diciembre de 2008

Película en colores

Capítulo primero: él adoraba Nueva York, la idolatraba de un modo desproporcionado, la sentimentalizaba desmesuradamente. Para él, sin importar la época del año, aquella seguía siendo una ciudad en blanco y negro.
¿Lo recordais? Son palabras de Woody Allen en el inicio de su película "Manhattan" (1979), de la que me encanta esta escena nocturna.

Casi treinta años después de que se estrenara la cinta, yo he visto la ciudad en colores. Algunos días prevalecía el color gris, el de la niebla, pero otros días brillaba un sol que destellaba en el azul del cielo, en el verde de las praderas de Central Park, en las hojas pardas de los árboles, en el amarillo de los techos de los taxis que circulaban por el Village, en los rojos, los rosas y los morados de los tenderetes callejeros de camisetas, gorros y bufandas.

Pero este despliegue de vitalidad y colorido, no me impidió evocar constantemente las películas de Woody Allen mientras paseaba por Nueva York. O las secuencias de algunas series de televisión que se desarrollan en la gran urbe. Era como si esas estampas etéreas, que se nos quedan prendidas en el revés de la retina cuando una historia nos embebe, cobraran de pronto materialidad y volúmenes. Como si me hubiera subido al escenario de un teatro en el que antes había visto representar muchas obras de ficción.

¿Cuántas veces habremos vislumbrado en una pantalla la antena del Empire State Building o la cúpula luminosa del Chrisler Building ? Cientos de veces, miles. Y una mañana de noviembre, diferente a las demás, descubres uno de esos gigantes cuando caminas por la calle 34, o atisbas el otro cuando atraviesas la calle 42.

La tarde en que subimos al piso 86 del Empire, nos acordamos de esa película cursilona, de título intranscendente, en la que Meg Ryan y Tom Hanks se encuentran, por fin, enamorados y felices, en la planta 86 del rascacielos, arropados por una multitud de turistas que han subido a ver la ciudad como si fueran pájaros posados en un alero. Y mientras ascendíamos por corredores vacíos y salones acordonados, contemplamos los carteles de Kin Kong agarrado a la cima del edificio y combatiendo con las avionetas que trataban de abatirlo.

El Empire State Building se construyó bajo los efectos de la gran depresión económica, del año 1929. Los cimientos se iniciaron en enero de 1930 y el edificio se dio por rematado en mayo de 1931. Tiene ciento dos pisos, 381 metros de altura (más 62 de antena), unas 7.500 ventanas y una superficie útil de 654.000 metros cuadrados, según una de las guías que nos llevamos en el equipaje.

El Empire también contribuye al colorido de la ciudad. Por la noche, sus treinta últimos pisos se iluminan de acuerdo a unos patrones relacionados con las fiestas locales y nacionales, los eventos políticos y los triunfos de los equipos de beisbol de Nueva York. Así la vimos la víspera del día de Acción de Gracias. Y así lo vimos desde las tablas del Puente de Brooklyn una gélida mañana, en torno a las 12.00 horas, recortado sobre el cielo gris de Manhattan.


  1. Woody Allen con Diane Keaton.
  2. Tránsito en la calle 42.
  3. Empire State desde la Quinta Avenida.
  4. Manhattan desde el Puente de Brooklyn

miércoles, 3 de diciembre de 2008

El frío intenso

El primer saludo que recibe el turista que llega a Nueva York con el otoño avanzado es el abrazo del frío. Un frío intenso, húmedo y descarado, que se cuela hasta los huesos, sorteando las barreras textiles. Aunque te hayas puesto varias prendas de ropa, guantes, bufanda, gorro, el frío te hace tiritar...

En Nueva York los gorros son en esta época elementos imprescindibles del atuendo cotidiano. En el trayecto del taxi que nos conducía desde el aeropuerto hasta el hotel, me llamó la atención que todos los viandantes que veía por las aceras iban tocados con gorros, costumbre que es inusual en Madrid, a pesar de que algunos días del invierno el frío desciende hasta los cero grados.

En Manhattan los gorros se venden en los puestos callejeros, en los vestíbulos de las tiendas, en los comercios de toda índole. Siempre hay un turista despistado o que ha desoído las predicciones metereológicas, que ha de comprarse con urgencia un gorro de lana. Si se compran dos o tres, el precio se rebaja.

También se usan las gorras de visera con logotipos de cualquier marca o publicidad de productos diversos. Estas que retraté se vendían en un puesto frente al Museo de Historia Natural.


El frío enrojece las orejas, seca los labios, sube los pañuelos y los cuellos de lana hasta la boca y fuerza a hombres y mujeres a usar siempre botas o deportivas. Pocas mujeres con tacones vi por las calles de la ciudad. Y pocas con faldas y medias. ¡Cualquiera se atrevía!

Mirad que abrigaditos iban los niños el día de la cabalgata de Acción de Gracias. Y eso que eran las once de la mañana y lucía el sol.

martes, 2 de diciembre de 2008

La ciudad superlativa

En Nueva York todo es superlativo: la altura de los edificios, la longitud de las avenidas, el censo de residentes (8,5 millones de personas en 2007), la oferta culinaria internacional, las dimensiones de los carteles publicitarios, la intensidad del frío, los espacios comerciales, el verdor de los parques, los mercadillos navideños, los precios de los hoteles y del transporte público….


En Nueva York la multiplicidad se detecta a simple vista: tantas razas, tantas lenguas, tantos atuendos, tantas posibilidades de ocio cada día, tantas manifestaciones culturales, tantos restaurantes, tantos estilos de ropa en los escaparates, tantos olores, tantos sonidos musicales a la intemperie... Las conjeturas de quien llega a la ciudad habiéndose preparado para la experiencia visionando películas, escuchando opiniones de los amigos que antes anduvieron por sus calles, consultando libros y páginas de internet, se quedan cortas cuando se está en Nueva York.


Cuando miras hacia arriba, sin lograr empero que tu mirada alcance el alero de las torres de Manhattan, cuando miras al frente y ves los carteles de los negocios y el gentío que discurre por las avenidas o las calles numeradas, cuando bajas al metro y te confundes con tipos que pululan por sus pasillos helados o con los espectadores de una sesión improvisada de rap, cuando subes al Empire y ves a tus pies las miles de luces de noviembre, a cualquier hora del día o de la noche te das cuenta de que estás en otro mundo, en un continente distinto. Pero también adviertes que no estás en un mundo extraño, de que sería fácil, relativamente fácil, acomodarte a las maneras de una ciudad poblada por gentes procedentes de todos los países del planeta.



He traído muchas fotos y unos pocos apuntes para compartir con vosotros. Poco a poco iré contándoos cosas que he visto y sentido.
Gracias por vuestros mensajes de despedida y por esperar mi regreso.
Espero que estos próximos días me cunda un poco el tiempo para ir pasando por vuestras casas. Por cierto: me he acordado de todos vosotros durante el viaje. Muchas fotos las he hecho con el fin de subirlas al blog.
De esta forma, el viaje se convertirá en una experiencia diferente a cualquier viaje anterior.

Fotos: Panorama del sur de Manhattan desde el río
Mercadillo navideño en Bryant Park
Zona cero en la mañana de un domingo.