domingo, 25 de mayo de 2008

El árbol de África

En uno de los blogs amigos, el de Vida y sendero, Mari Carmen proponía a sus lectores escribir un texto sobre un árbol. Seguramente, todos tenemos algún recuerdo en el que interviene un árbol. Un jardín, una calle, un parque donde había (o sigue habiendo) un árbol que está ligado a nuestra memoria.
Pero yo quiero hablar de un árbol que no conozco. Encontré este árbol (que en realidad no es uno, sino muchos árboles) en un libro de Ryszard Kapuscinski, titulado “Ebano”.

Cuando llega el mediodía y el cielo se vuelve blanco de tanto calor, en la sombra del árbol se protege todo el mundo: los niños y los adultos y, si en la aldea hay ganado, también las vacas, las ovejas y las cabras. Resulta mejor pasar el calor del mediodía bajo el árbol que dentro de la choza de barro. En la choza no hay sitio y el ambiente es asfixiante, mientras que bajo el árbol hay espacio y esperanza de que sople un poco de viento."

Kapuscinski relata en este libro sus impresiones y sus experiencias en el continente africano, a donde se desplazó en los años sesenta del siglo XX como corresponsal de una agencia de prensa de Polonia, su país natal. Kapuscinski, al que vuelvo aquí a nombrar como maestro de periodistas, anotaba todo lo que veía, advertía y pensaba a lo largo de sus jornadas laborales en aldeas y ciudades de África. Con las notas de esos papeles, que no incluía en sus crónicas diarias, elaboraría años después este magnífico libro que nos convendría leer a todos los europeos.

Sigo con su narración. “El que viaja por los altiplanos de Africa, por la infinitud del Sahel y de la sabana, siempre contempla el mismo y asombroso cuadro que no cesa de repetirse: en las inmensas extensiones de una tierra quemada por el sol y cubierta por la arena, en unas llanuras donde crece una hierba seca y amarillenta, cada cierto tiempo aparece, solitario, un árbol de copa ancha y ramificada. (…) ¿De donde ha salido el árbol en este muerto paisaje lunar? "

Cuenta el periodista que junto a esos árboles solitarios siempre existe una aldea, un montoncito de cabañas cuyos habitantes viven al amparo de su sombra. Por la mañana los niños se reúnen con el maestro para recibir sus clases. Luego vienen los mayores, que se juntan para comer o charlar, para dirimir en asamblea sus conflictos y decidir las medidas con las que ajustar el porvenir de la comunidad. Cae la noche y todavía hay algunas personas bajo el árbol. Unas cuentan leyendas sobre sus antepasados, otras las escuchan y memorizan para contarselas a sus hijos y a sus nietos. Se bebe té, se enciende una hoguera, se escucha revolotear un pájaro entre las ramas. O quizás sea un espíritu señalando a los humanos que es tiempo de recogerse en sus cabañas y descansar hasta el alba. Porque la noche pertenece a los espíritus, que también participan del cobijo del árbol.

El árbol, concluye Kapuscinski, en África es la vida.

viernes, 23 de mayo de 2008

De tristezas y romanos

Él condena tajantemente a todos aquellos y a todas aquellas que, bajo el pretexto que fuere, se sustraen a la comunidad de los humanos, en cuyo seno tenemos el deber de presentar siempre un rostro sereno. La visión de la tristeza, me dice, es contagiosa y no tenemos derecho a trasmitir a otro la que podamos sentir nosotros”.

Este párrafo pertenece a un libro de Pierre Grimal (1912-1996), historiador y profesor de la Sorbona. Grimal escribió unas supuestas memorias de Agripina la Menor, tercera o cuarta esposa del emperador romano Claudio, ese hombre cojo y convulsivo, a quien tanto admiramos en la serie que hizo la BBC en 1976, basándose en una obra del escritor Robert Graves.

Agripina es visitada, cuando ya está apartada de los ámbitos de poder, que ejerce despóticamente su hijo Nerón, por su amigo Séneca. Es él quien emite un juicio condenando a quienes incumplen su obligación de convivir con “rostro sereno”, sin tristezas y malos rollos que podríamos contagiar a los seres que nos rodean. La tristeza es poderosa cuando nos agarra con sus potentes brazos, pero, deduzco de lo que he leído, que es obligación de quien cae en sus redes luchar contra ella, como luchamos contra la enfermedad cuando nos invade el cuerpo.

Continúa la cita. “La tristeza es, como afirman sus amigos los filósofos, un vicio del alma, es contraria a la vida misma. Cuando perdemos a un ser querido es natural que derramemos lágrimas y sollocemos, pero debemos aceptar el hecho de que esa tristeza vaya disminuyendo. Si no, se convierte en una pasión tan peligrosa como el amor, como la ambición y el ansia de dinero”.

Debiéramos tratar de seguir la filosofía de Séneca y aplicarnos pomadas y ungüentos sobre las heridas para no infectar con nuestra tristeza a quienes se topen con nosotros cuando salgamos de nuestra madriguera.

El libro se titula "Memorias de Agripina", de Pierre Grimal. Hay una edición de el País, de 1995.

lunes, 19 de mayo de 2008

Rodin en Madrid

François-Auguste-René Rodin nació en París en el año 1840 y vivió hasta los 77 años dejando un legado escultórico que hoy se agrupa en uno de los museos más bellos de la capital francesa.

El Museo Rodin, situado en 79 Rue de Varenne, en las cercanías de la Torre Eiffel y de las orillas del Sena, es una de las instituciones de las que un viajero no puede prescindir cuando visita París. Esta es una vista desde sus jardines.

Las esculturas más voluminosas del artista se hallan entre árboles y arbustos. El paseo por el jardín, si el tiempo se acompaña de sol, es tan agradable como la visión de las obras del maestro Rodin. El pensador, El beso, Las puertas del infierno, Los burgueses de Calais están en este recinto.


La obra titulada El beso se encuentra estos días en Madrid, formando parte de una exposición organizada por la Fundación Mapfre en su sala de Exposiciones, situada en las inmediaciones de la Castellana. La muestra se titula "El cuerpo desnudo" y consta de dibujos realizados por Rodin y de una veintena de obras escultóricas traídas desde París.

sábado, 10 de mayo de 2008

La reina del Museo

¿Quién es ésta? pregunta el visitante, que se ha detenido frente a la estatua sedente de una mujer de mármol, acoplada junto a una de las escaleras del museo. ¿Es una diosa? ¿Es una reina? Y aquí ¿qué pinta?

Pintar, no pinta nada, porque no hay cuadro que lleve su rúbrica en las salas inmediatas. Pero su emplazamiento en el museo, se lo tiene bien merecido Isabel de Braganza. Era hija del rey portugués Juan VI, y de una infanta española, Carlota Joaquina. Vino a España en 1816 para casarse con Fernando VII, un rey chulo y egoísta, que era hermano de su madre. Ella tenía diecinueve años, su tío el rey tenía treinta y dos. Todavía se apreciaban en Madrid cuando a la ciudad llegó la joven Isabel los efectos de la guerra librada por los españoles contra las tropas de Napoleón.

La pobre reina fracasó en sus intentos de conquistar el amor de su marido, que prefería holgarse con mujeres de menor rango social. Pero logró, sin embargo, convencer al nefasto Fernando para que emprendiera la creación de una gran pinacoteca, cuyo esplendor ella no llegaría a contemplar pues falleció de un mal parto a los dos años de matrimonio.

En uno de los márgenes del paseo del Prado se alzaba el esqueleto de un vasto caserón, proyectado por el arquitecto Juan de Villanueva para sede del Gabinete de Historia Natural, que había creado por Carlos III en 1772. A instancias de su esposa, Fernando VII contrató a Antonio López Aguado, discípulo de Villanueva, para que rehabilitase el edificio y lo acondicionara para dedicarlo a Museo Real de Pinturas y Esculturas.

Como tal se inauguró en 1819, contándose tres salas y 311 obras de arte, muchas de las cuales procedían de las colecciones reales. En 1828 había ya siete salas abiertas, con 755 cuadros. A raíz de la revolución de 1868, la pinacoteca pasó a depender del estado, y cambió su título por el de Museo nacional del Prado. Poco después, se añadieron a sus fondos las tres mil piezas del Museo de la Trinidad, que procedían de los conventos desamortizados por el ministro Mendizábal en 1836.

No ha dejado el Prado de aumentar sus espacios, sus colecciones y su prestigio en sus casi dos siglos de existencia. El último proceso de ampliación, firmado por Rafael Moneo, se terminó en diciembre de 2007 y significó un aumento de su superficie en 22.000 metros cuadrados.

¿Qué diría la reina portuguesa, cuya estancia en Madrid fue tan breve, si pudiera ver las colas de visitantes que se agolpan cada mañana a las puertas de la magnífica pinacoteca que ella alentó?

Se merece esta Isabel el pedestal sobre el que está sentada en el Museo.

jueves, 8 de mayo de 2008

Egido y la independencia

Luciano González Egido es un escritor castellano, que se dio a conocer a los 65 años con una novela que deslumbró a críticos y lectores: "El cuarzo rojo de Salamanca" (Tusquets, 1993) . En ella, el autor, que antes había ejercido como profesor, como colaborador de prensa y como crítico de cine, narraba la entrada de las tropas de Napoleón en la ciudad en la que él nació.


Hoy encuentro en el diario El país un artículo de Egido sobre los fastos del 2 de mayo. Su opinión es muy valiosa por los vastos conocimientos y por la categoría intelectual del autor.

"Cuando estaba preparando mi primera novela, El cuarzo rojo de Salamanca (1993), sobre la francesada en mi ciudad, traté de ilustrarme sobre los entresijos de aquella guerra y se me fue haciendo evidente que los verdaderos héroes de aquella batalla, sin menoscabo de los heroísmos individuales del pueblo, fueron los afrancesados, divididos entre sus ideas liberales y su rechazo de la invasión napoleónica, digamos, entre su pensamiento y su corazón, si es posible aceptar esta separación, por aquello que decía Unamuno de siente la cabeza y piensa el corazón.
Que se lo digan a Goya, que tuvo que sufrir el exilio y encontrar la muerte en Burdeos, muy lejos de España, como consecuencia de la persecución de sus ideas por el rey Fernando VII, heredero de la España castiza, que endiosó la guerra de la Independencia, sacralizándola y colocándola en el altar de sus devociones, que no de la libertad. Goya vio la carga de los mamelucos en la Puerta del Sol desde una ventana de la calle del Arenal y perpetuó aquel gesto en un cuadro inmortal. Después, en su estudio, cambió los retratos de los generales franceses que había pintado por los retratos de los generales españoles, lo que no le sirvió para nada, porque, a fin de cuentas, tuvo que salir del país por piernas antes de que el casticismo nacional lo liquidase".

Egido diferencia en su artículo entre independencia y libertad, pone en cuestión ciertos valores patrioticos (o patrioteros) que se exaltan desde las instituciones y se detiene a analizar el papel que los representantes de la iglesia católica ejercieron en la contienda.

"En los levantamientos populares contra el invasor, tuvieron mucha participación los púlpitos, que excitaban las conciencias de sus feligreses para considerar a los franceses como enviados por el demonio a colonizar la católica España, camuflando así sus intereses como el interés general. Incluso corrió de mano en mano un catecismo, en forma de preguntas y respuestas, en el que, imitando los textos de las sacristías, podían leerse cosas como éstas: "¿Quién eres tú, niño? Español, por la gracia de Dios. ¿Qué son los franceses? Antiguos cristianos convertidos en herejes".

Pero lo mejor es que, si tenéis tres o cuatro minutos, leáis el artículo completo de este gran escritor. Lo encontraréis pinchando aquí.

miércoles, 7 de mayo de 2008

El quinto hijo

Que no había dejado que asesinaran a Ben, se defendía ella indignada, mentalmente, nunca en voz alta. Precisamente por todo lo que defendían ellos (la sociedad a la que ella pertenecía), por todo aquello en lo que creían, ella no había tenido más alternativa que sacar a Ben de aquel lugar. Y precisamente por haberlo hecho y por haber impedido así que le asesinaran, había destruido a su familia

Estoy a pocas páginas del final del libro que he metido en la maleta. Lo escogí cuando preparaba el viaje porque es de volumen reducido, poco pesado, y porque me dejó una huella positiva cuando lo leí hace años. Podía ser un compañero adecuado para las noches de hotel y los ratos vacíos que quedan en los viajes. Pero no recordaba entonces el terror, la desazón, la zozobra que siente el lector en ciertas páginas.

No estoy hablando de una novela de misterio, ni de crímenes. Estoy leyendo “El quinto hijo”, de Doris Lessing, la escritora que recibió el Premio Novel en 2007 y que unos años antes, en 2001, anduvo paseando por España para recoger el Premio Príncipe de Asturias de las Letras.

La historia comienza cuando David y Harriet, dos jóvenes con ideas paralelas, se conocen en una fiesta que les aburre y deciden emprender una vida familiar intensa. Compran una gran casa en las afueras de Londres y se ponen a la tarea de engendrar a los ocho hijos que desean. Las familias de uno y de otra asisten a los constantes embarazos de Harriet con cierto estupor. Pero a los prolíficos progenitores no les amilanan sus opiniones. Nacen los cuatro primeros vástagos en un plazo breve de tiempo. Las cosas marchan como David y Harriet han planeado. Pero cuando ella se queda embarazada por quinta vez, todo se tuerce. Desde que el feto empieza a moverse en el vientre materno, Harriet adivina que algo está saliendo mal.

Tenía la impresión de contemplar a través de él una raza que había llegado a su cima miles y miles de años antes de que la humanidad hubiese llegado a su etapa actual”, escribe Lessing. Ha transcurrido el tiempo, los hijos han crecido y se han refugiado en el hogar de los abuelos o en los internados. David se dedica a trabajar y a ganar dinero. Harriet sigue cuidando a su quinto hijo. ¿Quién es Ben? ¿Un extraterrestre, un primitivo, un animal?

Doris Lessing es una autora prolífica y comprometida con las causas en las que cree. Vivió su infancia y su adolescencia en Rodhesia, a donde sus padres se trasladaron a hacer fortuna. Sus críticas a los regímenes políticos que conoció de cerca le valieron la expulsión del área surafricana durante muchos años. Además es un icono de las reivindicaciones feministas.

También tiene sus detractores. Por ejemplo, el famoso crítico literario Harold Bloom, calificó el trabajo de Lessing de ladrillo y de cuarta categoría.